En 1561 el sistema de flotas de La Habana se regulariza y la ciudad pasa a ser la capital de la colonia. Será a partir de ahí una de las piezas más codiciadas por corsarios y piratas
En 1532 La Habana era ya la población más importante de la Isla. Entre 1537 y 1541 se organiza el sistema de flotas, que asegura el comercio entre España y América, y La Habana se erige en el punto de reunión de los convoyes. En 1561 el sistema de flotas se regulariza. La ciudad pasa a ser la capital de la colonia y será a partir de ahí una de las piezas más codiciadas por corsarios y piratas, lo que determina su fortificación. En 1550 el Gobierno había fijado, de manera extraoficial, su residencia en La Habana, y seis años después lo hace de manera oficial. En 1592 Felipe II concede a La Habana el título de ciudad.
De 1550 data quizá la primera disposición que a favor del medio ambiente se tomó en la villa cuando, a fin de proteger el arbolado de la urbe, se prohibió la tala de cedros y caobas, maderas que la vecinería empleaba sobre todo en la confección de bateas, aunque también daba empleo en la elaboración de objetos más importantes. Esa disposición no impidió, sin embargo, que se exportasen a España, en grandes cantidades, maderas preciosas cubanas, lo que obligaba a los habaneros a trasladarse a lugares cada vez más lejanos cuando necesitaban construir o reparar su vivienda. Las personas que recibían terrenos para erigir sus moradas debían edificarlas en un plazo de seis meses. Si no lo hacían en ese tiempo se les retiraba el permiso de fabricación, se les multaba y perdían el terreno recibido.
«Situado» era el dinero que, por real orden, enviaba todos los años a Cuba el virrey de México a fin de financiar la construcción de fortificaciones. Es sobre la base del cómputo del «situado» que se ha podido conocer el costo aproximado de algunas de aquellas obras, afirma el historiador Gustavo Placer Cervera.
Así, las murallas habaneras consumieron, entre 1674 y 1761, entre un millón y medio y dos millones de pesos fuertes del «situado», en tanto que se calcula que la reconstrucción del castillo del Morro, muy dañado por el ataque inglés de 1762, y la construcción de la Fortaleza de San Carlos de la Cabaña, el hornabeque de San Diego, próximo a esta, y los castillos de Atarés y el Príncipe, obras que se acometieron entre 1763 y 1789, tuvieron en conjunto un costo superior a los seis millones de pesos fuertes, de los cuales La Cabaña se tragó la mayor parte: tres millones y medio de pesos.
Un dato más ofrece el Doctor Placer Cervera. Desde 1763 hasta 1800 el «situado» enviado por México a Cuba, y que se destinaba en lo esencial a sufragar los gastos de las fortificaciones, alcanzó el fabuloso monto anual de 130 millones de pesos fuertes.
Apunta Cervera al respecto: «Esta cifra supera con creces las remitidas a cualquier otra posesión española, incluso a la misma España, que durante esos años recibió de México casi cien millones de pesos fuertes, es decir, 30 menos que Cuba».
La primera iglesia con que contó La Habana fue un mísero bohío emplazado en el terreno que luego ocupó el Palacio del Segundo Cabo. En esa choza se celebraban los oficios divinos antes de 1550. Aquel bohío fue destruido y en agosto del año mencionado se comenzó la construcción de una iglesia, pero en 1553 los oficios debían celebrarse en el hospital. En 1555 el corsario francés Jacques de Sores ocupa La Habana y profana y destruye el primitivo templo. En 1556 La Habana estaba aún sin iglesia. Se terminará al fin en 1574 y ya no estará donde el mencionado bohío, sino donde se levantó la Casa de Gobierno o Palacio de los Capitanes Generales.
En 1666 fue redificada y ampliada esa iglesia puesta bajo la advocación de San Cristóbal, patrón de la ciudad. Tomó el nombre de Parroquial Mayor al establecerse las parroquias del Espíritu Santo, del Cristo del Buen Viaje y del Santo Ángel Custodio.
El 30 de junio de 1771 un rayo provocó la explosión del navío Invencible, anclado en el puerto. Muchos edificios fueron afectados, entre esos el de la Parroquial, que quedó convertido en una ruina. El 11 de julio de 1772 se disponía la instalación de la Parroquial Mayor en la iglesia de los jesuitas, después Catedral de La Habana.
Desde 1832 existieron tiendas que llamaron la atención de los habaneros. Muralla era la calle comercial por excelencia, aunque también tenían importancia Mercaderes y Oficios, así como otras vías transversales y próximas. El entretenimiento de los habaneros de entonces se reducía en lo esencial a las fiestas y las procesiones religiosas y las paradas y los desfiles militares. Un entretenimiento muy recurrido era pasear por la calle de los Mercaderes y de la Muralla, que presentaban, con sus numerosas tiendas alumbradas por lámparas y quinqués, el espectáculo de un gran bazar o una feria.
Hasta 1915, Obispo y O’Reilly fueron en La Habana la meca del comercio y la moda. En 1920, sin embargo, Galiano y San Rafael era ya la esquina donde se medía el pulso de la ciudad. En 1877 La Ópera había abierto sus puertas en Galiano y San Miguel, la llamada esquina de ahorro. El Encanto, que comenzó en 1888 en Guanabacoa, pasó a la esquina de Compostela y Sol antes de hallar un sitio diminuto en Galiano y San Rafael, donde creció desmesuradamente. En 1897 se inauguraba Fin de Siglo, un pequeño bazar que creció al ritmo de la gran Habana. Con todo, la primera tienda de que se tiene noticias que funcionó en el área se llamó El Boulevard, y ocupó el sitio de la actual ferretería Trasval. Sus propietarios vendieron el negocio en 1887, y, aprovechando el espacio, los nuevos dueños abrieron allí La Casa Grande, que en 1937 cedió su espacio al Ten Cents, que venía de San Rafael esquina a Amistad.
Hay un denominador común en esos establecimientos. Son todos comercios donde, como norma, los empleados y aun los dueños establecían una relación familiar, casi íntima con la clientela. Nada que remedara al gran almacén, como los que existían en la época en Nueva York y París. Bazares como esos cobrarán vida por primera vez en La Habana en el reparto Las Murallas, el primero en la Calzada de Monte entre Prado y Zulueta, y luego en la Manzana de Gómez.
Hubo un capitán general en Cuba, gobernador de la Isla entre 1853 y 1854, que fue inspirado poeta y consumado traductor, y alcanzó a presidir incluso la Real Academia de la Lengua. Cuando Juan González de la Pezuela y Ceballos llegó a Cuba, había sido ya gobernador de Puerto Rico y venía con instrucciones de liquidar el tráfico clandestino de esclavos africanos, por lo que debió enfrentarse resueltamente a la oligarquía negrera. Declaró libres a los negros emancipados y ordenó inspeccionar aquellos ingenios y cafetales de cuyos dueños se sospechaba que recibían contrabando de esclavos. Para colmo hizo pública una orden que autorizaba el matrimonio de blancos con negras, y dispuso la titulación obligatoria en estudios de letras para aquellos que escribían en los periódicos. Se cuenta que en una ocasión un colaborador le entregó una relación de los más notables conspiradores habaneros y lo instó a proceder con mano dura contra ellos. «Claro que sí, les daré candela», dijo Pezuela. Acercó el papel a una vela y lo quemó sin leerlo.
Tras la llamada Revolución Gloriosa (1868) acompañó a Isabel II en su exilio y se convirtió en su más fiel y celoso servidor. Restaurada la dinastía borbónica en la persona de Alfonso XII, regresó a España y, apartado de la política, se dedicó a la poesía y a la traducción literaria. Desde 1847 ocupaba un sillón en la Academia de la Lengua y desde 1873 presidió esa institución hasta su muerte, en 1907.
Su traducción de La divina comedia, de Dante, se considera un clásico y es sin duda una de las mejores versiones que del poema se han hecho en español.
La imagen de Pezuela aparece en Los poetas contemporáneos, el famoso cuadro de Antonio María Esquivel, junto a los hombres de letras mas destacados de su tiempo.