Déjenlo, verdeante, que se vuelva; permitidle que salga de la fiesta a la terraza donde están dormidos. A los dormidos los cuidará quejoso, fijándose cómo se agrupa la mañana helada. La errante chispa de su verde errante, trazará círculos frente a los dormidos de la terraza, la seda de su solapa escurre el agua repasada del tritón y otro tritón sobre su espalda en polvo. Dejadlo que se vuelva, mitad ciruelo y mitad piña laqueada por la frente. Déjenlo que acompañe sin hablar, permitidle, blandamente, que se vuelva hacia el frutero donde están los osos con el plato de nieve, o el reno de la escribanía, con su manilla de ámbar por la espalda. Su tos alegre espolvorea la máscara de combatientes japoneses. Dentro de un dragón de hilos de oro, camina ligero con los pedidos de la lluvia, hasta la Concha de oro del Teatro Tacón, donde rígida la corista colocará sus flores en el pico del cisne, como la mulata de los tres gritos en el vodevil y los neoclásicos senos martillados por la pedantería de Clesinger. Todo pasó cuando ya fue pasado, pero también pasó la aurora con su punto de nieve.
Si lo tocan, chirrían sus arenas; si lo mueven, el arco iris rompe sus cenizas. Inmóvil en la brisa, sujetado por el brillo de las arañas verdes. Es un vaho que se dobla en las ventanas. Trae la carta funeral del ópalo. Trae el pañuelo de opopónax y agua quejumbrosa a la vista sin sentarse apenas, con muchos quédese, quédese,que se acercan para llorar en su sonido como los sillones de mimbre de las ruinas del ingenio, en cuyas ruinas se quedó para siempre el ancla de su infantil chaqueta marinera.
Pregunta y no espera la respuesta, lo tiran de la manga con trifolias de ceniza. Están frías las amadas florecillas. Frías están sus manos que no acaban, aprieta las manos con sus manos frías. Sus manos no están frías, frío es el sudor que le detiene en su visita a la corista. Le entrega las flores y el maniquí se rompe en las baldosas rotas del acantilado. Sus manos frías avivan las arañas ebrias, que van a deglutir el maniquí playero. Cuidado, sus manos pueden avivar la araña fría y el maniquí de las coristas. Cuidado, él sigue oyendo cómo evapora la propia tierra maternal, compás para el espacio coralino. Su tos alegre sigue ordenando el ritmo de nuestra crecida vegetal, al extenderse dormido.
Las formas en que utilizaste tus disfraces, hubieran logrado influenciar a Baudelaire. El espejo que unió a la condesa de Fernandina con Napoleón Tercero, no te arrancó las mismas flores que le llevaste a la corista, pues allí viste el aleph negro en lo alto del surtidor. Cronista de la boda de Luna de Copas con la Sota de Bastos, tuviste que brindar con champagne gelé por los sudores fríos de tu medianoche de agonizante. Los dormidos en la terraza, que tú tan sólo los tocabas quejumbrosamente, escupían sobre el tazón que tú le llevabas a los cisnes.
No respetaban que tú le habías encristalado la terraza y llevado el menguante de la liebre al espejo. Tus disfraces, como el almirante samurai, que tapó la escuadra enemiga con un abanico, o el monje que no sabe qué espera en El Escorial, hubieran producido otro escalofrío en Baudelaire. Son sombríos rasguños, exagramas chinos en tu sangre, se igualaban con la influencia que tu vida hubiera dejado en Baudelaire, como lograste alucinar al Sileno con ojos de sapo y diamante frontal. Los fantasmas resinosos, los gatos que dormían en el bolsillo de tu chaleco estrellado, se embriagaban con tus ojos verdes. Desde entonces, el mayor gato, el peligroso genuflexo, no ha vuelto a ser acariciado. Cuando el gato termine la madeja, le gustará jugar con tu cerquillo, como las estrías de la tortuga nos dan la hoja precisa de nuestro fin. Tu calidad cariciosa, que colocaba un sofá de mimbre en una estampa japonesa, el sofá volante, como los paños de fondo de los relatos hagiográficos, que vino para ayudarte a morir. El mail coach con trompetas acudido para despertar a los dormidos de la terraza, rompía tu escaso sueño en la madrugada, pues entre la medianoche y el despertar hacías tus injertos de azalea con araña fría, que engendraban los sollozos de la Venus Anadyonema y el brazalete robado por el pico del alción.
Sea maldito, el que se equivoque y te quiera ofender, riéndose de tus disfraces o de lo que escribiste en La Caricatura, con tan buena suerte que nadie ha podido encontrar lo que escribiste para burlarte y poder comprar la máscara japonesa. Cómo se deben haber reído los ángeles, cuando saludabas estupefacto a la marquesa Polavieja, que avanzaba hacia ti para palmearte frente al espejo. Qué horror, debes haber soltado un lagarto sobre la trifolia de una taza de té. Haces después de muerto las mismas iniciales, ahora en el mojado escudo de cobre de la noche, que comprobaban al tacto la trigueñita de los doce años y el padre enloquecido colgado de un árbol. Sigues trazando círculos en torno a los que se pasean por la terraza, la chispa errante de tu errante verde. Todos sabemos ya que no era tuyo el falso terciopelo de la magia verde, los pasos contados sobre alfombras, la daga que divide las barajas, para unirlas de nuevo con tizne de cisnes. No era tampoco tuya la separación, que la tribu de malvados te atribuye, entre espejo y el lago. Eres el huevo de cristal, donde el amarillo está reemplazado por el verde errante de tus ojos verdes. Invencionaste un color solemne, guardamos ese verde entre dos hojas. El verde de la muerte.
Ninguna estrofa de Baudelaire, puede igualar el sonido de tu tos alegre. Podemos retocar, pero en definitiva lo que queda, es la forma en que hemos sido retocados. ¿Por quién? Respondan la chispa errante de tus ojos verdes y el sonido de tu tos alegre. Los frascos de perfume que entreabriste, ahora te hacen salir de ellos como un homúnculo, ente de imagen creado por la evaporación, corteza del árbol donde Adonai huyó del jabalí para alcanzar la resurrección de las estaciones. El frío de tus manos, es nuestra franja de la muerte, tiene la misma hilacha de la manga verde oro del disfraz para morir, es el frío de todas nuestras manos. A pesar del frío de nuestra inicial timidez y del sorprendido en nuestro miedo final, llevaste nuestra luciérnaga verde al valle de Proserpina.
La misión que te fue encomendada, descender a las profundidades con nuestra chispa verde, la quisiste cumplir de inmediato y por eso escribiste: ansias de aniquilarme sólo siento. Pues todo poeta se apresura sin saberlo para cumplir las órdenes indescifrables de Adonai. Ahora ya sabemos el esplendor de esa sentencia tuya, quisiste llevar el verde de tus ojos verdes a la terraza de los dormidos invisibles. Por eso aquí y allí, con los excavadores de la identidad, entre los reseñadores y los sombrosos, abres el quitasol de un inmenso Eros. Nuestro escandaloso cariño te persigue y por eso sonríes entre los muertos.
La muerte de Baudelaire, balbuceando incesantemente: Sagrado nombre, Sagrado nombre, tiene la misma calidad de tu muerte, pues habiendo vivido como un delfín muerto de sueños, alcanzaste a morir muerto de risa. Tu muerte podía haber influenciado a Baudelaire. Aquel que entre nosotros dijo: ansias de aniquilarme sólo siento, fue tapado por la risa como una lava. En esas ruinas, cubierto por la muerte, ahora reaparece el cigarrillo que entre tus dedos se quemaba, la chispa con la que descendiste al lento oscuro de la terraza helada. Permitid que se vuelva, ya nos mira, que compañía la chispa errante de su errante verde, mitad ciruelo y mitad piña laqueada por la frente.
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