Desde 1990 el museo El Chorro de Maíta, en Bariay, provincia de Holguín, muestra a los visitantes las diversas costumbres taínas develadas en crónicas escritas durante la conquista, entre ellas las referentes a la formación de la familia
«Uno a uno,
todos somos mortales. Juntos, somos eternos».
Apuleyo
BANES, Holguín.— Es lógico imaginar que el desembarco de Cristóbal Colón tardó poco en conocerse en el Cerro de Yaguajay, a 20 kilómetros del sitio del encuentro cultural en Bariay, donde hoy se recrea una aldea taína tal como la encontraron los conquistadores entonces, pues los indios de ese lugar también dependían de los recursos del mar, por lo que es probable que mantuvieran trato con pobladores más al norte.
En ese cerro funciona desde 1990 el museo El Chorro de Maíta, para mostrar a los visitantes las diversas costumbres taínas develadas en crónicas escritas durante la conquista, entre las que se destacan, por ejemplo, que los indígenas vivían en casas familiares multigeneracionales: abuelos, hijas y sus parejas, y nietos; pero a los 12 años, aproximadamente, los varones pasaban a un caney destinado a solteros, y debían salir a buscar parejas fuera de su aldea, para evitar los problemas de consanguinidad que traería el relacionarse con mujeres de su propia tribu.
Juan Guarch Rodríguez, especialista del Departamento de Arqueología del Citma en Holguín, junto a sus padres, el científico José Manuel Guarch Delmonte y la arqueóloga y artista Caridad Rodríguez Cullel (ya fallecidos), profundizaron en este y otros aspectos de la vida de los aborígenes cubanos, en especial de los taínos, protagonistas de aquellos primeros contactos con los europeos.
Por sus investigaciones se sabe hoy que aquellos pobladores de la Isla efectuaban el rito del areíto en fechas festivas o acontecimientos relevantes, como la boda del hijo del cacique o uno de sus familiares. Entonces se realizaban bailes, se tocaba música y se consumían bebidas. Los casamientos restantes es posible que también se festejaran, considera Guarch, pero, indudablemente, tenían una connotación menor.
En cuanto a la división del trabajo, este se basaba, esencialmente, en el sexo y la edad. Los hombres se dedicaban a pescar, cazar, construir casas, fabricar útiles, desmontar y labrar la tierra. También a actividades bélicas de poca envergadura, y a la educación de los niños en el trabajo.
Las mujeres, en cambio, debían criar a los pequeños, procesar la cerámica y apoyar en la producción agrícola, además de fabricar telas y cestería o elaborar casabe y otros alimentos. De ellas obtenía la prole las creencias religiosas, las costumbres y el idioma: «Mantenían vivas las características culturales», refiere el experto.
Un elemento curioso de esta sociedad prehispánica en nuestro Archipiélago es que las mujeres casadas usaban confecciones elaboradas a base de algodón, las llamadas naguas, usadas como cortas faldas o pequeños paños que resguardaban sus genitales, mientras los hombres usaban taparrabos elaborados a partir de hilos de escaso grosor.
Otro elemento distintivo es que la herencia discurría a través de la mujer. Por ejemplo, el heredero del cacique tenía que ser el hijo de su hermana. Una muestra de esa singularidad se recoge en la leyenda Taguabo y Maicabó de un grupo de agricultores también de raíz aruaca, en la que una india llamada Bitirí, calificada como una mujer fuerte, era capaz de cargar a su esposo, «si las fuerzas le faltaran».
No se descarta entonces que alguna mujer aborigen haya sido líder de un cacicazgo, toda vez que en La Española sí se dio el caso.
«La menstruación se señalizaba con un adorno corporal o cinturón de tejido en hilo de algodón, que identificaba a las jóvenes que ya estaban listas para contraer matrimonio», subraya Nidia Leyva Augier, técnica en Museología del Museo de Sitio Chorro Maíta.
No existía la poligamia: hay noticias de que algunos caciques tuvieron varias mujeres, pero son datos referidos a la República Dominicana, aunque no se elimina el razonamiento de que en Cuba se diera también en jefes importantes, tal como la sífilis fue verificada en otras poblaciones aborígenes cubanas antes de la Conquista.
Remarca Juan Guarch que «estaba prohibido ser infiel. La infidelidad se castigaba, fuertemente, tanto en el hombre como en la mujer. Se podían disolver los matrimonios sin ningún tipo de problemas y cada cónyuge podía volver a contraer pareja. Cuando eran solteros, los jóvenes de ambos sexos podían practicar el sexo sin limitaciones, ya que existía una libertad sexual bastante amplia y sin restricciones, pero cuando se casaban la fidelidad imperaba.
«Cuando dos individuos decidían casarse, el novio se trasladaba un tiempo, antes de la boda, hasta la comunidad de la muchacha, para trabajar y pagar el precio que debía dar por la joven, o de lo contrario debía ofrecer buenos regalos.
«Según narran los conquistadores, cuando se casaba una pareja la novia tenía relaciones con los hermanos y parientes cercanos del novio. Después de esto, ella decía la palabra “manicato”, que significa que era fuerte».
A partir de ese momento, permanecía con su esposo y si este, por cualquier motivo, moría, uno de los parientes del fallecido, entre los que habían tenido relaciones con ella el día de la boda, «se casaba con la viuda y era responsable de la mantención de los hijos de ella».
Aun en condiciones primitivas, había similitudes entre roles, formación de familias y otras características sociales taínas con las de sus opresores, quienes escribieron la historia, muchas veces, excesivamente menos preciativa. Hasta como contemporáneas y universales pueden catalogarse algunas manifestaciones de las comunidades predominantes en la Isla en octubre de 1492.