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ChatGPT cumple un año y el mundo ya no es el mismo

Se dijo que sería una moda pasajera. Pero a pesar de riesgos advertidos o constatados, el crecimiento de esta industria con OpenAI a la cabeza parece imparable

Autor:

Yurisander Guevara

Entre noviembre de 2022 y enero de este año ChatGPT pasó de ser un software desconocido a una poderosa herramienta usada por más de mil millones de personas. A la vuelta de un año de su lanzamiento, y sin que esto sea entendido como una exageración, no vivimos en el mismo mundo, aunque lo parezca.

La puesta en marcha del gran modelo de lenguaje llamado Generative Pre-trained Transformer (GPT, por sus siglas en inglés), en sus diferentes versiones (actualmente está en uso GPT-4), ha causado una revolución global, aunque todavía no alcancemos a comprender, o no se palpen, los profundos cambios que se están originando a todos los niveles.

La inteligencia artificial generativa (IA) creada por OpenAI es la punta de un iceberg que podría emerger bien rápido para cambiar el tejido mismo de la sociedad. ¿Para acabar con nosotros? También puede ser. Y sí, esto tampoco es ser pesimista, solo es otra posibilidad.

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ChatGPT puso de moda dos palabras: inteligencia artificial. La frase, entendida entre el usuario medio como las capacidades «inteligentes» de las máquinas, pasó de ser algo de poco impacto a estar de manera omnipresente en los medios de comunicación, las aplicaciones, los nuevos programas, la medicina, los videojuegos, y cuanta cosa exista en código binario sobre la faz de nuestro planeta.

En menos de un año, ChatGPT se ganó el respeto y el respaldo de los monstruos más grandes de Silicon Valley, colándose de una forma u otra en innumerables aplicaciones y en todas las variantes de la vida.

OpenAI había estado desarrollando a GPT desde 2016. En 2018 presentó GPT-1, y la tercera versión, GPT-3, vio la luz en junio de 2020. Con el lanzamiento de GPT-3.5 el 30 de noviembre de 2022, llegó ChatGPT, un agente digital capaz de comprender las entradas del lenguaje natural y generar respuestas escritas a estas.

Aunque GPT-3.5 era todavía «torpe», no podía responder a preguntas sobre lo sucedido luego de septiembre de 2021 —el modelo había sido entrenado con datos hasta esa fecha—, y sufría de muchas «alucinaciones» —respuestas incorrectas, que no eran pocas—, se notaba un gran potencial. La manera en que generaba textos de forma ágil no se había observado en una herramienta de este tipo, ni siquiera en Siri o Alexa, los asistentes virtuales de Apple y Amazon, respectivamente.

Además, el público estaba «jugando» con la IA generativa desde abril de 2022, con la salida de DALL-E 2, un generador de texto a imagen, y otras similares como Stable Difussion o Midjourney, herramientas que ofrecían resultados asombrosos. De ahí que la puesta en marcha de ChatGPT desató una euforia que generó cien millones de usuarios en menos de un mes, e hizo del director ejecutivo de OpenAI, Sam Altman, la nueva estrella de la industria tecnológica.

Fue en ese tiempo, además, cuando Microsoft anunció que extendía su asociación de investigación y desarrollo existente con OpenAI por una suma de 10 000 millones de dólares. Ese número es impresionantemente grande y probablemente la razón por la que Altman todavía tiene su trabajo.

Para el mes de febrero, ChatGPT llegó a mil millones de usuarios, con un promedio de 35 millones que lo empleaban cada día. OpenAI se valoró en ese momento en unos 30 000 millones de dólares, cifra que hoy alcanza cerca de los 90 000 millones. Ninguna empresa tecnológica ha crecido tanto en tan poco tiempo.

En el segundo mes del año ChatGPT comenzó asimismo a reproducirse sin freno. Microsoft lo incorporó en Bing, su buscador, que ahora se llama Copilot y es una herramienta que está presente de forma nativa en Windows 11, con perspectivas de un cercano lanzamiento para Windows 10 y en la siguiente versión de ese sistema operativo.

Los navegadores Edge y Opera incorporaron esta inteligencia artificial, y hasta Snapchat lanzó un asistente llamado My IA basado en GPT, aunque luego lo abandonaría.

OpenAI iría por más, y con la apertura de soporte para plugins y una API posibilitó que terceros desarrolladores agregaran la tecnología a sus aplicaciones. Permitió, además, que ChatGPT comenzara a extraer información de internet para que ampliara sus «conocimientos», y finalmente anunció GPT-4, la última versión del modelo, cada día más impresionante en cuanto a las respuestas que genera, con menos «alucinaciones».

A ello se agrega que empresas como Google, Meta o Apple encendieron las alarmas y hoy invierten ingentes sumas de dinero para desarrollar sus propias IA.

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No todo ha sido un camino de rosas para esta tecnología. Numerosas voces críticas alertan sobre los peligros que puede suponer adoptar una herramienta que, por decir lo menos, no está lo suficientemente probada.

Centenares de empresarios y científicos de la computación han firmado cartas en las que piden abiertamente que el desarrollo de ChatGPT se detenga o, al menos, se ralentice, mientras se analizan a fondo todos sus riesgos.

A la par, algunos Gobiernos han comenzado a preocuparse por lo que puede deparar un futuro repleto de inteligencia artificial desarrollada por empresas privadas, y ya comienzan a perfilarse intentos de regulaciones que, sin embargo, no avanzan ni remotamente a la velocidad en que mejora esta tecnología.

Otra consecuencia ha estado en el campo de los derechos de autor. OpenAI y empresas similares han enfrentado o tienen en marcha querellas legales por emplear materiales propietarios como películas, libros u obras de artes plásticas para entrenar a sus modelos de inteligencia artificial. No podemos dejar de mencionar la huelga de los gremios de escritores, guionistas y actores de Hollywood, la mayor industria fílmica del planeta, atemorizados de quedarse sin trabajo ante el avance de la IA.

Se ha advertido, asimismo, que la velocidad a la que se generan nuevos contenidos por parte de las IA es tan brutal que los propios modelos de lenguaje no podrán mejorar, en tanto comenzarán a alimentarse con obras creadas por ellos mismos, un bucle de destrucción segura.

Y en este apartado de los contenidos, a la vuelta de un año no existe una herramienta para diferenciar con certeza lo que crea la máquina o nace de la mente humana. Al punto de que esta semana fue noticia una ley aprobada por unanimidad en Río Grande del Sur, Brasil, que fue introducida por un legislador luego de que la redactara en su totalidad con ChatGPT. No puede uno dejar de pensar ante sucesos como este en la prometida Skynet de la saga fílmica Terminator.

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Hace un año se dijo que ChatGPT sería una moda pasajera. Pero a pesar de los riesgos y peligros advertidos o constatados, el crecimiento de esta industria con OpenAI a la cabeza parece imparable.

Más allá del terremoto que supuso hace unas semanas el despido de Sam Altman como director ejecutivo de OpenAI, acción que desató un pandemonio de 72 horas finiquitado con la restitución del puesto y una restructuración de la directiva en la que Microsoft ganó voz, aunque no voto, la industria augura un próximo año todavía más sorprendente y, acaso, complejo.

Porque a las puertas de 2024 ya se rumora, por ejemplo, que Windows 12, que sería la siguiente versión del sistema operativo de Microsoft, estará cargado de IA por doquier. Y eso está bien siempre que sirva para mejorar cómo interactuamos con las máquinas, pero surge la pregunta de hasta qué punto cambiarán, por ejemplo, los ordenadores, para adaptarse a esta nueva tecnología.

Y todavía hay una cuestión más inquietante a la que casi nadie hace caso, aparentemente. El leitmotiv de OpenAI es crear una Inteligencia Artificial General, o AGI, por sus siglas en inglés. Esto no es más que una fabricación tecnológica de la inteligencia humana, con toda la complejidad que ello entraña: razonamiento, emociones, lógica… Según reportes citados por medios estadounidenses, el software se llama Q* (se pronuncia «quiu estar»), y estaría mencionado en un informe calificado de «inquietante» que habría sido presentado a la junta de OpenAI previo al despido de Altman.

Lo cierto es que una tecnología de ese tipo tiene el poder para cambiar el curso de la historia. Hablamos de una herramienta que puede ser lo mismo médico, que ingeniero, periodista o soldado, y no necesita dormir, alimentarse ni recrearse. Tampoco se enferma. Si en 12 meses un cuadro de texto ha sido capaz de transformar la manera en que construimos los contenidos y ha redefinido los flujos tradicionales de muchas industrias, ¿cuánto tiempo necesitará un software superior como Q* para cambiar lo que hoy llamamos vida? Hay también que contemplar esa interrogante y buscarle una respuesta.

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