El cuento que presentamos a nuestros lectores pertenece al libro Delicados procesos, publicado por la Editorial Extramuros en 2010, y ganador del Premio Luis Rogelio Nogueras
Yonnier Torres Rodríguez (Placetas, 1981). Sociólogo y narrador. Egresado del Centro Nacional de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Ha obtenido numerosos premios. Entre sus últimos títulos publicados se encuentran los libros de cuentos La oscura superficie y El juego perfecto, así como la novela Clavar los ojos al cielo. Es miembro de la AHS y la Uneac. Textos suyos aparecen en revistas, antologías y selecciones de España, Colombia, Argentina, Bolivia, Alemania y Cuba.
El cuento que presentamos a nuestros lectores pertenece al libro de cuentos Delicados procesos, publicado por la Editorial Extramuros en 2010, y ganador del Premio Luis Rogelio Nogueras.
Aparentemente era un día normal, un día como otro cualquiera, uno de esos en que amanece despacio, las sombras abandonan la superficie de la Sierra, el campanario en la Catedral y las altas torres de trasmisiones en la zona norte de la ciudad. El mar vuelve a ser azul, la espuma blanca, el asfalto gris. En la mansión se descorren las cortinas de la planta baja, luego las de la planta alta, y el sol, atravesando los cristales de las ventanas, parece darle vida a los cuadros que cuelgan en la pared.
Las sirvientas colocaron los calderos sobre el fogón, barrieron la cocina y picaron el pan en finas rodajas. El mayordomo se vistió frente al espejo, puso cuidado en sacudir las pelusas que se le habían pegado al chaleco, estiró la camisa, comprobó el brillo de los zapatos y con porte de distinguido señor bajó las escaleras. Afuera los jardineros se calzaban las botas, agarraban las tijeras y enfilaban hacia el bloque de claveles; los mecánicos abrían la puerta del garaje, levantaban el capó del auto y limpiaban con fuerza el parabrisas; los secretarios recogían la prensa, clasificaban las noticias y sentados frente a las máquinas de escribir, redactaban los primeros informes de la mañana; mientras en el patio, los perros, como animales previsores, dignos de ser guardianes del oráculo de Delfos, no dejaban de ladrar.
Las sirvientas tendieron el mantel sobre la mesa, colocaron vasos, cubiertos, fuentes, copas, servilletas y cuando el desayuno estuvo listo, el mayordomo tocó a la puerta del presidente, entró a la habitación y descubrió que allí no estaba.
De momento, el hecho no lo sorprendió. El presidente acostumbraba a levantarse temprano, encerrarse en la biblioteca, abrir la edición príncipe de El proceso y destapar una botella de vino. A veces bajaba a la oficina, encendía el televisor y estudiaba los documentales sobre la muerte de Kennedy, o simplemente caminaba hasta el lago y se sentaba en el muelle a meditar. «Es duro ser presidente», pensó el mayordomo, «cargar todo el peso de una nación sobre los hombros, aunque también tiene sus ventajas, puedes disfrutar del placer que desees» y pensando en los placeres cotidianos, recordó el suculento desayuno que estaba servido sobre la mesa y salió a buscar al presidente por los sitios de costumbre.
Al rato regresó al salón sin haberlo encontrado y les pidió a los secretarios que lo ayudaran a recorrer cada metro de la mansión. Solo dos de ellos accedieron, el resto creyó prudente adelantar los informes para cuando el señor presidente apareciera; lo cual podría suceder de un momento a otro.
Se dividieron a partes iguales plantas y habitaciones, un secretario revisó el ala izquierda, otro el ala derecha y el mayordomo el centro, que incluía las escaleras y el ático, donde algunas veces se refugiaba el presidente cuando le daban crisis de ansiedad.
El mayordomo comenzó a preocuparse desde el justo momento en que se reencontraron los tres en la sala, sin haberlo visto aún. Les dijo a las sirvientas que no se movieran del comedor y pidió la ayuda de los jardineros y mecánicos para bordear todas las cercas, tapias y demás fronteras de la mansión. Fue hasta la puerta de entrada y les preguntó a los guardias si habían visto salir al señor presidente, pero ellos le dijeron que no habían notado ningún movimiento.
—Solo el sol se ha desplazado cubriendo todo el camino que conduce a la fuente en el centro del jardín.
El mayordomo agradeció la bella frase y regresó adentro para coordinar una búsqueda más exhaustiva, que incluía el sótano, la bodega, la sala de armas, el refugio soterrado y la capilla al fondo del jardín.
Las sirvientas estaban nerviosas, compartieron en voz baja terribles predicciones, accidentes y nefastas circunstancias, se apostaron junto a la mesa de madera, con la vista clavada en las geométricas figuras que dibujaban las losetas sobre el suelo y más de una rezó un padre nuestro, para luego pedirles a todos los santos que protegieran al señor presidente.
Los perros no habían dejado de ladrar, al parecer tenían todas las respuestas, el mayordomo les soltó las correas pero tomaron direcciones contrarias, unos hacia el lago, otros hacia el jardín y el último se quedó en el lugar, indeciso olfateaba las begonias. Perdieron toda credibilidad y tanto los jardineros, como los mecánicos, dudaron que pudieran ser, esos perros, dignos guardianes del oráculo de Delfos.
El mayordomo dijo que era necesario pasar a la segunda fase: las sirvientas regresaron a la cocina, los jardineros colgaron los guantes, las tijeras y las botas, los mecánicos cerraron el garaje y los guardias de la puerta llamaron a la estación central para comunicarse directamente con los agentes de seguridad. A los diez minutos sonó el teléfono en el salón, el mayordomo levantó el auricular, Residencia del señor presidente, asintió, volvió a asentir y colgó el teléfono. Reunió a todos, dio precisas instrucciones y con los nervios a flor de piel caminó hasta la puerta de entrada, tratando de no abandonar, bajo ningún concepto, su distinguido porte.
El sol del mediodía quemaba el asfalto y los guardias aprovechaban al máximo la sombra que proyectaban las puertas sobre el suelo. El mayordomo recibió a parientes, amigos, militares y detectives. Las sirvientas repartieron botellas de agua, calmantes, agujas de jamón y queso, albóndigas y ensaladas de pollo en pequeñas fuentecillas de cristal. Todos estaban preocupados, los detectives anotaban datos y más datos en sus agendas pero no lograban sacar nada en claro. El equipo forense buscó huellas en la biblioteca, la oficina, el dormitorio, el ático, el lago y los bloques de claveles en el jardín. Hicieron un escueto informe y se marcharon. Desde la radio en la patrulla un oficial se comunicaba con las unidades de las fronteras. El presidente no aparecía en ningún sitio, era como si la tierra se lo hubiera tragado.
Con la caída de la tarde los amigos comenzaron a marcharse, ya los detectives habían llenado sus agendas y fueron hasta la tienda más cercana para comprar algún grueso cuaderno de anillas. Las sirvientas estaban exhaustas, pero aún paseaban sus bandejas frente a militares y parientes que ya estaban hartos de comer agujas de jamón y queso, albóndigas y ensaladitas de pollo. Los militares, antes de montar en sus autos, le pidieron al mayordomo que los mantuviera al tanto de cualquier noticia. Cuando se hizo de noche las sirvientas bajaron las calderas del fogón, retiraron el mantel de la mesa, los mecánicos y jardineros se repartieron las sobras de pollo y las pocas albóndigas que habían quedado, los guardias encendieron la radio para oír el parte de noticias y justo cuando el mayordomo iba a cerrar la puerta del salón, llegó el presidente, subió las escaleras y se acostó a dormir.
El día siguiente fue un día normal, un día como otro cualquiera, lo único que marcó la diferencia fue el hecho de que el presidente engullera un kilo de comida en el desayuno, se vistiera con su mejor traje y hablara mucho con los jardineros sobre la salud de las begonias y la buena cara que tenían los claveles.
Todos en la mansión disfrutaron del buen ánimo del presidente, corrieron las cortinas y dejaron que el sol inundara las habitaciones. Los mecánicos se esforzaron en la limpieza del auto, los secretarios entregaron unos reportes impecables y el mayordomo le preparó una partida de cartas con sus amigos más íntimos, a la sombra de la mata de almendras en el patio. Mientras tanto el mar volvía a ser azul, la espuma blanca, el asfalto gris; y los perros en el patio, como fieles guardianes del oráculo de Delfos, eran los únicos que sospechaban. ¿Pero a ellos quién les iba a creer?, si es que se pasan el santo día ladrando.