La literatura cubana no se rinde impávida a los pies de nuestra cultura, sino que la acompaña de muchas maneras
Aún carecemos de un conocimiento pleno de la obra martiana, de su intencionalidad programática. Fragmentos y poemas suyos poco estudiados, como el que se conoce por el primer verso, Mientras me quede un átomo de vida, que prosigue en su segunda estrofa: Con la cabeza en alto, sonreiré./ Moriré con la pluma, en el trabajo:/ Con la pluma en el pecho moriré, enlaza vida, muerte y letras, y acaso pudieran ser clave para establecer algunas singularidades de nuestras letras a lo largo de más de cinco siglos de historia.
Dicha tríade está presente en nuestro poema fundador, Espejo de paciencia, transita por muchos de José María Heredia, José Jacinto Milanés, Juan Clemente Zenea, Julián del Casal, José Manuel Poveda, Rubén Martínez Villena, Nicolás Guillén, José Lezama Lima, entre las voces mayores, y no se oculta en el coro, preñado de voces singulares, que forma la literatura actual.
Ese enlace, que tampoco se ausenta de la prosa imaginativa y puede llegar a permear hasta el bien llamado centauro de los géneros, el ensayo, tiene otras connotaciones plurales que señorean en nuestras letras de ayer y de hoy, pero que no modifican la esencia de su más prístino sentido, que es aquel de la literatura como energía creadora, expresión de la fibra espiritual de un pueblo.
Nuestras tradiciones más establecidas, que tienen en el campo de la cultura material e inmaterial sus más provistos reservorios, y en literatura podemos asociar con la materialidad de un libro o la fuerza espiritual de una décima improvisada, tienen en ella, en las letras, un territorio imperecedero de posibilidades donde el arte verdadero, aquel que va más allá de lo epidérmico, puede (y debe) imponerse con la sutileza que acusa siempre lo auténtico. En este sentido, la literatura cubana, rama pero a la vez raíz de cultura, ha sido y es pródiga, y evoco de nuevo al Martí de sus fragmentos y poemas en preparación, cuando en un trazo apresurado solo alcanzó a escribir: No debe el brazo/ Que lanza no empuñó, mover la pluma! Sintamos esta propuesta con el sentido del nervio y la responsabilidad que entraña todo quehacer artístico, que es el simbólico, pero tan limpio como cuando, con una sola mano, se levanta un árbol caído.
La literatura cubana no se rinde impávida a los pies de nuestra cultura, sino que la acompaña de muchas maneras, forcejea con ella en diversas magnitudes, se despliega y subyuga, se encuentra y se desencuentra, pero ese ritmo es el que le da no solo vigor sino prestancia, en una especie de híbrido proteico que puede acusar las más diversas propuestas y soluciones. En eso radica parte de su grandeza, de su sensibilidad, que por momentos nos parece algo dispersa, descaminada en sus propósitos, irreverente a veces, pero en esa pluralidad radica su bien, o eso que muchos llaman sabor.
Nuestra cultura y su literatura tienen aroma y olor nativos y hasta movimiento propio, como aquella composición de Diego Vicente Tejera, En la hamaca, no solo porque evoque el cadencioso vaivén, sino porque es portadora de sensaciones y ambientes cuyo efecto se produce, en este caso, mediante el recurso de usar los acompasados versos octosílabos: En la hamaca la existencia/ dulcemente resbalando/ se desliza./ Culpable o no mi indolencia,/ mi acento su influjo blando/ solemniza, valor también presente en poemas de Guillén, pero donde el ritmo, esa otra fuerza de la que se apropia lo cubano, cobra especial significado. Así, en La canción del bongó se lee, se canta y se baila a este compás: …Ya comerás de mi ajiaco,/ ya me darás la razón,/ ya me golpearás el cuero,/ ya bailarás a mi voz,/ ya pasearemos del brazo,/ ya estarás donde yo estoy…
Este afán culturalmente totalizador de la literatura cubana pudiera ser uno de sus distintivos más rotundos. En su vitalidad, que también es capaz de convocar a la muerte como un acto consustancial a aquella, descansa el atributo de lo que puede ser su componente mayor, la síntesis, cultura nacida bajo la atmósfera opulenta de una nación erigida bajo el perfil de lo imposible posible. El sentido histórico del proceso cultural cubano, cuyas raíces se fijan con mayor fuerza desde los primeros decenios del siglo XIX, arropa el sentido de una verdad inexorable expresada también por Martí en su poema a Néstor Ponce de León: Vence el amor. La palabra/ Solo cuando justa, vence. En la Jornada por la Cultura Cubana sintamos estos versos como el augurio de lo que fueron y siguen siendo las letras patrias.