Es muy probable que, si las cosas siguen como van con la recogida de basura, dentro de poco el Ministerio de Educación deberá cambiar los contenidos de estudio sobre la geografía física de Cuba. Sí, porque a las cordilleras, cuevas y valles ya descritos por los estudiosos se le deberían añadir las nuevas «formaciones» que están a la vista de todos.
El asunto ya ha tomado ribetes de impunidad; sobre todo cuando se ve un amontonamiento de desechos, acompañados a veces por un cartel, que dice: «Prohibido echar basura aquí. PNR». La sola exposición de quien firma debería ser una obligación para que en ese lugar no se echara basura; pero también para que permaneciera limpio en clara señal de respeto no solo a una entidad, sino a un orden ciudadano que encarna a toda la población.
Tal pareciera que el sector de los Servicios Comunales vive hoy un laberinto más enrevesado que el existente en la isla de Creta e inmortalizado por la literatura griega. En verdad, el problema de la basura no es nuevo. Es un viejo asunto, que en la actualidad ha tomado las tristes proporciones del escándalo. En La Habana, por ejemplo, la recogida de desechos ha sido un vía crucis con momentos de alza y baja; pero siempre latente.
Sin embargo, en otras provincias —con ciudades con menor población y viviendas, cierto; pero también con menos recursos e instituciones decisoras— han mantenido la limpieza de sus áreas contra vientos y mareas. Otras, en cambio, pasaron de ser comunidades limpias a convertirse en conglomerados aquejados por la suciedad.
Las preguntas, por lo tanto, aparecen por su propio peso: ¿por qué en unos lugares sí y en otros no?, ¿por qué unos permanecen limpios o un poco más higiénicos que otros? ¿Será cuestión de recursos? ¿O es que hay algo más? Y, por último y no por ello menos importante: ¿por qué las buenas experiencias no terminan por generalizarse, aun en aquellos lugares más factibles: las pequeñas y medianas comunidades?
El primer argumento al que se le echa mano para explicar las dificultades sobre la basura aparece con la falta de recursos materiales. Luego, viene el argumento del impacto del bloqueo.
Unos años atrás, cuando el primer Gobierno de Donald Trump adoptaba las severas medidas contra Cuba, los dirigentes de una provincia nos explicaron que la situación de la recogida de desechos se había deteriorado por la agresividad del bloqueo, el cual había limitado la entrada de petróleo. La COVID-19, entonces, era ciencia-ficción.
Unas semanas después, en una visita de trabajo de varios periodistas de Juventud Rebelde en Granma se tuvo la oportunidad de recorrer varias localidades. Y ahí apareció una interrogante: ¿por qué se hallaban limpias? Al planteársela a las autoridades, estas acotaron: «Bueno, no están tan limpias». Acto seguido enumeraron una serie de dificultades que debían enfrentar a diario para luego caer en cómo se organizaban para mantener la higiene.
Pero lo que despertó mayores preocupaciones fue la otra pregunta: «Entonces, ¿ustedes reciben una cuota extra de petróleo, porque en otros territorios nos han dicho que la basura no la pueden recoger por las limitaciones del combustible a causa del bloqueo? ¿No es así?».
Lo que vino después fue una explicación precisa, aunque muy enfática, de las restricciones que ellos también tenían, como todos en el país, y cómo, a pesar de ellas, la higiene urbana se mantenía. Es decir, había una voluntad política clara y concretada en buscar todas las alternativas posibles para mantener la limpieza; pero los empeños mayores estaban en no caer en la zona de confort de las lamentaciones, esa barrera mental, hoy a la orden del día, y que impide articular los factores de Gobierno e irse por encima de las dificultades.
Si se fuera atrás, en un viaje a los recuerdos, esa misma posición fue la mantenida en territorios del país, que sostuvieron un liderazgo en la actividad de Comunales cuando llegó el Período Especial y de la noche a la mañana se vieron sin recursos. Ahí comienza la punta del hilo para salir del actual laberinto de Comunales