Hace poco escuché decir a un combatiente cubano que nuestros jóvenes de ahora también son héroes. Dicho por él, había que prestar atención a su certeza que salía de un corazón conocedor de la guerra y de esa vorágine nada fácil con que se hace una Revolución.
El luchador argumentó su idea mientras traía a colación el ejemplo de los rescatistas entre los escombros del Hotel Saratoga en La Habana, o el de los que se desplegaron, sin pensarlo dos veces, por entre las negras columnas de humo en la base de supertanqueros de la provincia de Matanzas.
Lo anterior, como yo lo veo, quiere decir que la juventud, atemperada a su tiempo, sigue pariendo grandezas: los hay luchando a brazo partido por sacarle algo a la tierra; los hay desgranando lo mejor del tiempo en hospitales, en fábricas nuevas o viejas, o en las aulas. Son los que están ahora mismo innovando, restaurando, echando a funcionar aquello que la desidia o la ineptitud habían echado a perder. Son los que se han tomado en serio la inmensa tarea de construir un país donde todos los buenos merezcan tener amplio espacio para ser, para dar y para recibir.
No es un eslogan decir que los jóvenes —como dice el colega Luis Hernández Serrano— son lo más grande que hay. Es esa una afortunada verdad, porque en los nuevos habita el futuro; y también, por razones obvias, la posibilidad del cambio. En los nuevos están la fuerza y la vocación innata por hacer rompimientos, por correr lindes. Un simple acercamiento a la historia nos recuerda que incluso quienes lucían «maduros» eran muy jóvenes en el momento de ser protagonistas. Algunos incluso se fueron del plano terrenal demasiado temprano y dejaron una obra impactante, en la acción y en la palabra, como es el caso de nuestro Julio Antonio Mella.
A mí, por ejemplo, siempre me ha inspirado admiración que los asaltantes a los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes no alcanzaran —salvo en alguna que otra excepción— los 30 años de edad. Y en verdad sería injusto olvidar que en circunstancias decisorias, de arrojo y resistencia, la condición de estar empezando a vivir resulta clave. En tal sentido, los ejemplos no están lejos: la etapa de la COVID-19, tramo angustioso que la humanidad recordará por mucho tiempo, puso a prueba la capacidad salvadora de los jóvenes, su fuerza natural para enfrentar el miedo provocado por un enemigo implacable e invisible.
¿Acaso no fueron ellos —porque tenían la fuerza y el coraje, además de la sensibilidad— quienes en mayoría limpiaron y cobijaron a los pacientes a lo largo de la Isla? ¿No fueron ellos quienes pusieron el egoísmo a un lado y en innumerables ocasiones llegaron incluso a contagiarse con el virus desconocido?
Hijos de estos tiempos duros, ellos están siendo desafiados por la necesidad de crear y de ser felices. Los jóvenes, cuya infancia todavía les resulta cercana, son maravillosos; y pueden avanzar sin pedir permiso, o esperar a ser convocados, pero en todo caso llevan en sí la posibilidad del éxito —un éxito que puede o no cristalizar en dependencia de los maestros y de las circunstancias. Por eso hay que abrirles las puertas como quien lo hace a la fortuna, y siempre explicarles de qué tratan las urgencias. Así ha de ser, pues nadie comprenderá y asumirá apasionadamente, como ellos, si se trata de tareas grandes y de vorágine —esa levadura con la que siempre se hacen las revoluciones.