Ángela y Miguel Ángel se conocieron hace tiempo en La Habana. Coincidían cada día en la calle Maloja, en el corazón de Los Sitios, donde radica el proyecto Quisicuaba.
Allí recibían el alimento del comedor social, la obra más antigua de esa institución que ofrece desayuno, almuerzo y comida a casi 5 000 personas diariamente, y de manera gratuita.
Seguro se amaron en algún lugar de la capital: donde les cogiera la noche, con frío o como permitieron las circunstancias.
Él rompió el hielo al declararle lo que sentía. A ella le gustó escuchar, pero, entonces, ninguno de los dos tenía techo, ni muchas metas, ni tantas ilusiones.
Supieron de la idea del campamento agropecuario Quisicuaba y de su Centro de Vida Asistida, ubicado en el
municipio artemiseño de San Antonio de los Baños.
Asistieron a las consultas por los especialistas del Centro de Investigaciones sobre Longevidad, Envejecimiento y Salud, y el día 23 de noviembre de 2023 llegaron, juntos, a lo que hoy se conoce como el punto naranja de la geografía cubana.
Fue una casualidad, una señal de la vida, la confirmación del refrán de que, lo que está para ti, ni aunque te quites.
Integraron el primer grupo de habitantes de calles que llegó a este lugar. Ahora son residentes, y la convivencia junto a otras personas con un pasado semejante al de ellos ha sido una prueba de fuego vencida.
Ángela y Miguel Ángel han compartido alegrías, los medicamentos que llegan a la hora establecida, la leche que él le lleva a ella antes de acostarse, el juego de dominó y la dignidad con la que son tratados en el centro.
Un equipo de bienestar sicológico, del hospital siquiátrico de La Habana, los atiende y orienta; otros especialistas les garantizan parámetros estables de salud; mientras la directora y la subdirectora administrativa del campamento, Yadelkis Hernández y Lilian Peregrín, les ofrecen paz y cariño.
Qué iba a imaginarme yo, cuenta Ángela, que a los 66 años sería feliz. Y se emociona si alguien le pregunta por su pasado, por las veces que su mente fue maltratadísima, por las incomprensiones en los últimos años, por la familia y algunos amigos.
Ángela vuelve cada noche a su habitación comunitaria, y Miguel Ángel a la suya. Un día despertaron con la idea de casarse, de concretar lo que seguramente se prometieron en algún lugar de La Habana.
Y convirtieron su sueño en el propósito de todos.
Ella de blanco y él de traje. Ella maquillada, peinada como quiso, y él queriendo verla desde un nervio evidente. Los dos estaban ilusionados y agradecidos por la alegría de los amigos hechos allí, y la presencia de algunos familiares en aquel momento de gloria, de protagonismo espléndido para ellos, y de reto para quienes hacen diariamente el campamento.
Entre los presentes, nadie se opuso al matrimonio. Y ambos respondieron ¡Sí! ante la pregunta del notario de la Dirección provincial de Justicia de La Habana.
Después se besaron, les cantaron felicidades, hubo abrazos, fotos, y un ramo de girasoles y lirios que heredó un estudiante del Instituto Superior de Tecnologías y Ciencias Aplicadas de la Universidad de La Habana.
Ángela disfruta ahora su anillo de piedra verde y Miguel Ángel continúa siendo el mismo caballero que la cautiva cada día, desde ese lugar de luz y amor donde se trabaja, sobre todo, para cautivar almas.