Dice el profesor mexicano Alfredo Jalife-Rahme Barrios, uno de los más importantes analistas de temas internacionales en América Latina, que la política es algo muy parecido a una orquesta sinfónica. La comparación aparece en una serie de analogías muy sencillas, pero demasiado contundentes.
Si el director de la orquesta (en este caso, el presidente de un país, gobernadores, directivos y su equipo de trabajo) no da las indicaciones correctas en el momento que debe realizarlas, entonces la agrupación no podrá interpretar bien las sinfonías, por muy buenos músicos que tenga.
Por el otro lado ocurre algo parecido, aunque a la inversa: si los músicos o unos músicos en específico no son buenos (en la política serían los ministros o directores de entidades a diferentes niveles de dirección), pues la actuación sería mala, a pesar de contar con un buen director-presidente, con sus grandes desvelos para que todo salga bien.
El resultado, en cualquiera de los casos, sería unas asonancias, unos ruidos, unos malos ratos: la no concreción de lo que se esperaba. Por eso, en política, como en la música —concluye el profesor Jalife-Rahme—, las partes deben armonizarse para que los objetivos se logren.
Esto es una verdad de perogrullo. Un descubrimiento del agua tibia, como se diría en buen cubano. Pero es que, en la vida real, hasta las obviedades en ocasiones se olvidan o no se tienen en cuenta, y los resultados se sirven solos a la mesa, sin necesidad de llamados al esfuerzo decisivo.
¿Cómo concretar ese principio? Ahí está el arte de dirigir. Y si el asunto se lleva a un país como Cuba, con todas las complejidades más que sabidas por todos, pues entonces habrá cierto consenso de que en este ejemplo no es arte, sino magia, lo que muchas veces se necesita.
Estas similitudes no deberían olvidarse en la ruta política por la cual el Gobierno debe transitar para cumplir los objetivos de estabilización financiera y el relanzamiento de la economía en el 2024, anunciados recientemente.
Porque, si un problema ha existido en Cuba (no de ahora, sino desde hace bastante tiempo), es una especie de finquismo, donde muchas veces una entidad o sector hala para su lado en detrimento de otros.
En no pocas ocasiones, ese desajuste anda por ahí, con más alegrías que Pedro por su casa, y no se queda solo a nivel de sectores administrativos, sino que se registra hasta en la toma de decisiones en los territorios.
Un ejemplo de esos «ruidos asinfónicos» se nos apareció recientemente, cuando un compañero nos contaba el vía crucis para obtener un financiamiento destinado a la producción de alimentos.
Estuvo, para decirlo suavecito, varios meses en los «tira que encoge» bancarios (con sus colas siquiátricas incluidas) para engordar un expediente de 140 cuartillas: más extenso, ojo, que una tesis doctoral.
El asunto no quedó ahí: con el documento bajo el brazo, debió sufrir que una especialista, distinta a la que le había atendido hasta ese momento, dijera que no, que el dato este y la coma de acá estaban mal; y que, por lo tanto, tenía que hacer las cosas de nuevo.
Este desaguisado no es único, y, por supuesto, va en contra de las medidas dispuestas a nivel de país para solucionar tanto el problema alimentario como los de otra índole.
Pero tampoco su solución amerita esperar a mediados de año, casi con una pasmosa filiación a los preceptos del marqués de Sade, para sostener un debate en la Asamblea Nacional. Ahí, en ese trabajo asiático de eliminar trabas y ajustar voluntades, es donde se decide una de las partes que aseguran la debida interpretación de las sinfonías políticas.
Porque se podrán hacer los mejores enunciados en el cielo, pero, al final, si no se bajan a la tierra, si director y orquesta no compaginan, solo se quedarán en eso: en enunciados o meros acordes de una bella melodía que pudo ser y nunca, o muy poco, la dejaron ser.