Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

La mejor testigo

Autor:

Roberto Díaz Martorell

Los niños nunca dejan de asombrarnos. La protagonista de esta historia que, lastimosamente, no recuerdo su nombre, debe tener unos seis o siete años. Es menudita, mestiza, intranquila, risueña y, sobre todo, observadora y muy honesta, como deberíamos ser todos los seres humanos.

Eran las siete y media de la mañana y estábamos a punto de abordar el catamarán rumbo a La Habana. Los pasajeros ya se aglomeraban en el salón de última espera. Hacía calor a pesar del aire acondicionado. Algunas personas miraban en busca de asientos vacíos —muy pocos a esa hora— para acomodarse ellos y sus paquetes.

El jefe de Seguridad llamó la atención de todos para indagar por unas gafas que, misteriosamente, desaparecieron de la mesa de control. Nadie respondía al reclamo hasta que la niña levantó la mano, como si estuviera en clases, para referir que las gafas se las habían colocado en su bolsa y ella las devolvió porque no eran de su propiedad ni de su mamá, quien la acompañaba.

La niña dijo que, al devolverlas a la mesa, la señora que venía detrás de ellos puso sus maletas en el mismo lugar. Esa es una acción común, todos los pasajeros deben colocar sus equipajes allí tras pasar el mecanismo de control. Entonces comenzó la búsqueda de indicios. «¿La viste?, ¿Puedes identificarla?, ¿Cómo era?» le preguntaban a la pequeña. Con los ojos apretados y dando brinquitos de ansiedad en franco intento por describirla, la niña solo atinó a esbozar que «tenía la cara blanca». Mientras unos reían por la ocurrencia, la menor escaneaba con la vista hasta que, por fin, encontró con la vista a quien era. «Es ella», dijo bajito al jefe de Seguridad.

Con extrema sutileza, llamaron a la señalada y, en efecto, el objeto desaparecido retornó a manos de su dueño, quien agradeció tanto el gesto de los trabajadores como de la pequeña. Imagino que la compañera de marras explicara que «por casualidad las recogió», ya que no hubo desenlaces atrevidos en la historia.

Lo sucedido permite enfocarnos en una reflexión más completa y profunda sobre los valores y los modos en que estos se forman para hacernos cada día ciudadanos de bien. El tema tiene muchas aristas, y como sociedad nos corresponde pensarlo de conjunto, especialmente desde la familia y la escuela, pues una sociedad como la nuestra, erigida sobre el pensamiento martiano, necesita cultivar, como principio de cabecera, la honradez, esa que, al decir del Apóstol, «debía ser como el aire y como el sol, tan natural que no se tuviera que hablar de ella».

Cuando se es honesto, cuando se actúa con alma limpia, se enaltece siempre lo mejor del ser humano, que es su claridad de espíritu y acción. Y uno hasta se cree en posesión de un permiso moral para exigir lo mismo de los demás.

Son muchas las personas honestas, y alegra que en tiempos tan complejos y variopintos como estos, en los que el mercadeo a toda costa y las ansias del tener se enquistan con más fuerza, uno atesore la experiencia de niños que predican con la sinceridad, y hasta aleccionan a los mayores. Con la verdad como valor de vida, como lo demostró la pequeña de esta historia, se puede ser mejor persona todos los días.

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