Subieron al ómnibus en una de las primeras paradas, y llevaban un dispositivo a cuestas que, evidentemente, los hacía dichosos. Era uno de esos equipos «cómicos», capaces de reproducir las llamadas memorias flash y otros aditamentos.
Eran cuatro muchachos —dos de cada sexo—, que, arrellanados en sus asientos, ejecutaron en un pestañazo una subida estruendosa de su bafle móvil.
«...Y si con otro pasas el rato/Vamo’ a ser feliz, vamo’ a ser feliz/felices los cuatro/te agrandamos el cuarto», se escuchó en la discoteca rodante. Digo, en la guagua.
Fue tanta la estridencia que uno de los pasajeros, alguien por encima de 50 años, se acercó a los jóvenes y en mímica, los invitó a que bajaran el ruido porque sus oídos, según las señas, estaban experimentando una explosión.
Mas los felices no se dieron por enterados de la infelicidad del aturdido ni tampoco de la de otros que viajaban en aquel P9 capitalino. En lugar de bajar el volumen a las bocinas comenzaron a reírse y a moverse en sus puestos, imitando un baile.
No sé cuánto duraron los golpes auditivos, ni qué sucedió con el reclamador porque mi sitio de destino estaba cerca. Solo sé que aquella escena, condimentada con la risa sarcástica de los chicos, todavía me martilla la mente.
Me golpea porque en ella traslucen algunos de los males sociales que, a fuerza de la repetición, se nos pueden ir convirtiendo en peligrosas «costumbres».
Ya no es casual que en establecimientos públicos, guaguas, lugares concurridos o en cualquier esquina, explote un ruido con apariencia de música, algo de lo que se ha hablado largamente en nuestros medios, al parecer sin resultados concretos.
Es como si, de vez en cuando, apostáramos al «me da la gana», al «allá tú si no te gusta», al «yo estoy por encima de las normas» en menoscabo a nuestros semejantes.
Hace poco la periodista de la televisión cubana, Maray Suárez, comentó sobre este síndrome y puso un ejemplo concreto: el de la Feria Internacional del Libro de La Habana, evento donde algún día pulularon las bocinas ambulantes, con reguetones, traps y otros ritmos a todo volumen, como si en lugar de un evento cultural se hubiese tratado del «Festival del bafle», o de una cita anárquica contraria a la cultura.
Pero, a mi juicio, el mensaje más nefasto que nos transmite el relato del principio está vinculado a la mofa con quien se siente ofendido en medio de sus circundantes.
Sería demasiado pernicioso para los sueños de Cuba que empecemos a ver como algo natural que un grupo, dos, quince… de pinos nuevos respondan la advertencia o el deseo de una persona mayor con la mueca, la burla y todo lo contrario al respeto.
¿Queremos que, en cualquier escenario, el joven ridiculice o menosprecie al de más edad? ¿Podemos sentirnos contentos de que muchos hayan perdido aquella famosa reverencia a los mayores?
Los tiempos cambian, se ha repetido una y otra vez cuando se abordan estos temas espinosos y que no se resuelven con edictos sobre educación formal, civismo y convivencia.
Sin embargo, el afán humano de buscar la concordia y el entendimiento no ha perdido vigencia, por más metamorfosis que hayan surgido en el camino.
Claro, hay muchos responsables. Pero al menos, los que pasamos por páginas o espacios radiales o televisivos debemos seguir peleando porque ese sentido del bienestar común no fallezca, por hacer reflotar aquella hermosa sentencia del escritor británico Aldous Huxley: «El bien de la humanidad debe consistir en que cada uno goce al máximo de la felicidad que pueda, sin disminuir la felicidad de los demás».