Hace unos mediodías me di de narices en la calle con un conocido a quien llevaba meses sin ver. «Compadre, estás perdido, ¿tu mujer no te deja salir de la casa?», le dije en son de broma. «Andaba visitando a unos parientes —respondió entre risas—. Regresé el sábado pasado. Oye, y por cierto, qué bueno verte, porque necesito tu ayuda en un asunto».
Y como la canícula del meridiano amenazaba con fundirnos si continuábamos allí, sembrados en la acera como los gnomon de un reloj de sol; y como en las cercanías un punto de venta de cerveza dispensada devenía tentación para nuestras sedientas papilas gustativas, me invitó a tomarnos un par de jarras mientras me ponía al tanto de lo que deseaba comunicarme.
«¡Ahh… —me relamí de gusto, luego del primer sorbo—, cuánto agradece el cuerpo una cerveza helada con este calor…!». Mi conocido, a todas luces, pensaba igual, porque se zampó de un tirón el espumoso contenido de media vasija de cerámica. Después, sin demasiados rodeos y con estudiada seriedad, me dijo: «Lo que quiero comentarte es algo muy personal».
Y entonces me contó los avatares de su teléfono fijo. Me dijo que su solicitud para que le asignaran ese servicio en su casa databa de cinco años atrás. Sin embargo —y siempre según su versión—, a pesar de que en su zona han instalado varios, su caso nunca se ha considerado. «Y sé de buena tinta que hay maraña en eso —agregó—. Conozco gente que paga “por la izquierda” y enseguida se lo instalan. Puedo mencionarte algunas de las personas que cometan esas infracciones».
Y, ni corto ni perezoso, aproximó su rostro al mío y me cuchicheó bajito un par de nombres desconocidos para mí, no sin antes mirar con recelo hacia todos lados para cerciorarse de que nadie estaba pendiente de nuestra plática. «Ahí tienes un buen tema para una crítica —susurró—. Pero que yo no aparezca por ninguna parte, ¿eh? No quiero problemas».
Le comenté que si estaba tan seguro de lo que decía, lo mejor era que él mismo se lo comunicara a los encargados del asunto. Mi amigo puso cara de marciano y me soltó, molesto. «Te lo digo a ti porque eres periodista. Tú debes denunciar estas cosas en tu periódico, porque para eso te pagan».
No le respondí de inmediato, pero me quedé mirándole a los ojos. Por mi mente desfilaron, en progresión cinematográfica, momentos similares vividos con otros interlocutores. Gente que me requirió con visos de exigencia: «Oiga, periodista, ¿cuándo va a escribir sobre el robo en la venta de refresco gaseado? ¿Por qué no le “tira” un bombazo a la mala calidad del pan? ¿Qué piensa para hacerle una crítica al delegado?».
En todos los casos, mis «informantes» me pidieron no hacer públicas sus respectivas identidades. Uno de ellos fue más lejos: llegó a advertirme que si lo utilizaba como fuente en mi hipotético trabajo periodístico, me desmentiría.
Pero eso no fue lo peor. Mi desconcierto sobrevino cuando me enteré de que el «preocupado» por el escamoteo en la refresquera gaseada jamás le protestó a la dependienta, tampoco lo hizo el «artillero» del pan y muchísimo menos el enjuiciador del delegado. «Nosotros no queremos problemas, pero usted sí puede buscárselos, porque para eso le pagan», aseguraron.
Retorné a la realidad y me dispuse a enfrentar a mi conocido con sus mismas armas. Le dije: «Supongamos que ves a un ladrón a punto de robar en la casa de tu vecino. ¿Lo dejarías actuar, alegando que no eres policía? O que escuchas a un insolente ultrajar a un anciano. ¿Permitirías tal agravio aduciendo que ni uno ni otro tienen nada que ver contigo? ¿Consentirías que en tu presencia alguien vejara a nuestros héroes, prostituyera a una niña, intentara un sabotaje o agrediera a un minusválido sin hacer nada por evitarlo?
Mi conocido reaccionó a la velocidad de la luz y me aseguró que nunca toleraría esas conductas negativas sin su intervención personal. Pero me pidió que no me fuera por la tangente. «Lo que te he dicho es distinto —insistió—. «Yo, en esos casos, actuaría por convicción, pero a ti te pagan por denunciarlos públicamente. Es tu contenido de trabajo».
Apuré lo que quedaba de cerveza en el fondo de mi exhausta jarra. Mi conocido, quizá algo decepcionado por mi talante, hizo lo mismo. «No, compadre —le dije, mientras me alistaba para marcharme—, a los periodistas, no nos pagan por sacarle las castañas del fuego a nadie. Sí, tenemos compromiso con el pueblo; pero la arremetida contra la indisciplina, la ilegalidad, el delito, la vulgaridad, la pereza, el descontrol, el maltrato, la chapucería, la mentira y hasta el desaliento no es tarea exclusiva de mi gremio. ¡Eso nos atañe a todos! Y, por supuesto, a ti también».
Mi conocido no me ripostó. Pero percibí que mi respuesta no le había agradado para nada. Me puse de pie. «Bueno…» —me despedí, cortésmente—. «Bueno…» —me contestó con frialdad. Y no dijimos más. Él pidió otra cerveza; y yo gané la calle con la satisfacción de no haber arrimado la brasa a su sardina.