Ante la visión atiborrante de una mesa sueca, dudas qué comer, comes y al final te quedas posiblemente sin haber probado lo más sabroso, aunque no fuera, a simple ojeada de comilón, lo más apetitoso. Pero, abusando del nombre de la mesa, te haces el sueco y olvidas lo que dejaste sin comer para recordar lo comido.
Y si miráramos hacia nuestros campos, qué recordaremos: lo sembrado o lo que está por sembrarse; lo comido o lo que necesitamos comer. Conocidas las últimas estadísticas, que remiten a un descenso en las cosechas, tendremos que proseguir anhelando lo que está por sembrarse y por tanto por recogerse.
Ahora bien, esa actitud expectante no puede generar el conformismo. Bajan las cifras, y hemos de intentar explicarnos las causas, aunque de primera intención parezcan inexplicables. Inexplicables, aunque tengan explicación. Porque al área activa se añadieron más de 900 000 hectáreas de tierras ociosas, y los efectos calculados en conjunto continúan sin satisfacer las expectativas. Más allá de implicaciones financieras, la persistencia de los precios confirma que la demanda aumenta, pero la oferta no.
¿Acaso el mercado no tiene apetito? ¿O qué falta en las tierras de las cuales hemos esperado tanto: acaso escasean las ganas de trabajar, o los recursos, o la autonomía para establecer dónde, cómo y qué producir?
Posiblemente haya de todo en estas cuentas que parecen sumarse como si se restaran. En el fondo, opera una condicionante por defecto de índole cultural. No tendré espacio para echar hacia atrás y destapar las relaciones que los criollos mantuvieron con la tierra, explotada hasta casi finales del siglo XIX con mano esclava. Después, predominó la propiedad latifundaria que hallaba sentido y riqueza en lo extenso de sus cañaverales. Y el pequeño agricultor malvivía bajo las limitaciones y los miedos condicionados por la geofagia, cuyo reloj marcaba la supresión de las estancias, las vegas o de las tierras realengas.
No bastaron los tiempos de la propiedad estatal —extensa y de seguro empleo y salario— ni las cooperativas ni el campesinado redimido por la Revolución, para convencernos de que en nuestro país hemos de inclinarnos sobre la tierra, a falta de exuberantes minas de oro o de petróleo. Y uno aprecia en los últimos 50 años un crecimiento de la histórica escisión entre el cubano y la tierra. Y aunque nadie deslizara el bisturí conscientemente, la grieta ha crecido. Lo prueban encuestas que durante los años 90 configuraban una verdad: en municipios cabalmente agrícolas, solo el uno por ciento de la población laboraba en el campo cuando la escasez de alimentos no se podía reducir con las compras en el mercado externo.
Precisando, la herencia del pasado y su devaluación del trabajo agrícola atenúan hoy, a mi modo de ver, la percepción de la urgencia de producir más alimentos. Entre los agricultores, la conciencia del peligro quizá no sea tan hiriente como para azuzar la certeza de que del trabajo agropecuario depende hoy nuestra existencia de pueblo independiente y organizado sobre el lecho de la justicia.
Pero esa mirada con que la tierra —y válgame la imagen— se juzga entre impresiones e imprecisiones como cantero de jardín y no como madre nutricia de la sociedad, también se articula en la tozudez de quienes ejercen un excesivo control y se creen imprescindibles e inobjetables. Basada en cartas, entrevistas y observaciones, mi experiencia confirma que a pesar del estímulo del Decreto-Ley 300 y el 259 que lo antecedió, todavía las fuerzas productivas continúan sometidas, desde jefaturas de cooperativas y dirigencias municipales, a exigencias y demoras en el otorgamiento de los usufructos que pueden entorpecer la autonomía y el entusiasmo de los agricultores.
Habremos, por tanto, de tener en cuenta que la tierra no necesita de celos fiscalizadores que inflen una atmósfera de ilegalidad y restrinjan las invitaciones de la legalidad. ¿Llegaremos todos a aceptar que nuestra agricultura requiere menos reproches por sus incumplimientos y más preguntas colectivas por las causas de las insuficiencias; más confianza que desconfianza, más diálogo constructivo que silencios reprobadores, y mejores acopio y mercado, y menos frutos podridos a orillas del camino, y pagos más rápidos para avivar el sentido y la productividad del trabajo? Requiere, sobre todo, que la cultivemos inteligentemente. Porque el agro se enriquece con la ciencia y la técnica. Tal vez, algunos custodios de la disciplina deban compartir sus giras por la campiña con asesores que enseñen a emplear las fórmulas promovidas en laboratorios e instituciones de investigación.
Lo sé. Las explicaciones no se comen. Pero, como la papa, ayudan a comer.