Se mece en el portal mientras oye a la gente pasar, qué tal Lalo; ahí, más o menos. Luego mira el horizonte que se emborrona hacia el sudoeste, como pensando en que hoy, mañana, ayer… O mañana, ayer, hoy vienen siendo lo mismo para él que ya no puede intercambiarse sino resignarse a estar. Todo gira uncido a los brazos de un reloj preciso, constante. Ni el sol se retrasa, ni la lluvia, por tardíamente que caiga, se desconecta de un plan inexorable en su ejecución.
Hasta los recuerdos se ajustan al tiempo. Porque cuando el sur se oscurece avisándole que posiblemente pronto las gotas salpicarán el piso y tendrá que protegerse en la sala sin abandonar el sillón, Lalo habla a quien esté a su lado, y pronostica la probabilidad de un ciclón, porque qué no ha visto él en este mundo y qué señal del tiempo no podrá oler en el aire. El ciclón no se olvida, y te deja un susto, como el del 42, que tocó a San Cristóbal y Candelaria. Lalo recuerda que ellos se habían refugiado en un vara en tierra muy atrincado al suelo. Se habían echado como sobre una cama, todos muy pegados entre sí oliéndose el sudor, y el miedo, que huele como a bilis, y la abuela diciendo a cada rato Dios nos ampare. Pero el viento con sus palmetazos desvencijó los bohíos del batey, y también aplastó la escuelita. Y cuando, después que el sol reapareció despacio como tanteando el lugar, el maestro Reinaldo Acosta Medina, muy joven, regresó y comenzó a recoger pedazos de maderas y libretas mojadas que parecían llorar por tanta desgracia. Luego se enderezó y, poniendo la cara apretada para no llorar, nos dijo, a los niños y a los mayores, volvamos a levantarla. Después vino el Flora con su voltereta loca al quedar trancado entre las montañas de Oriente, y fuimos hacia allá en una caravana de barcos por la carretera central para salvar a muchos campesinos convertidos en marineros por la inundación.
Hemos oído nuevamente la historia. La ha contado como si fuera el personaje de una novela ya escrita y que no leyó y nadie le cree. Y cuando los vecinos, dos o tres, se dan cuenta de que el viejo se empantana en los mismos tiempos, los mismos hechos, reculan poco a poco y se van. Yo entonces me arrimo. Me doy cuenta de que el filósofo Savater acierta injustamente cuando dice que «la vejez quita todos los derechos; pone las cosas en su sitio». Y Lalo está en el suyo: el arrinconamiento, el despego. Ya solo vale un qué tal, Lalo, ya casi nunca detenido al borde del portal donde él se mece, muy erecto, en su sillón y mira al cielo preguntando por lo que, me parece, preguntan los viejos: dónde están, qué se hicieron aquellos días…
Y le escucho sus cuentos como si le creyera. A veces me sobo el mentón como dudando y me reconvengo preguntándome si soy justo. Y decido creerle, porque detrás de cada viejo confluyen tantos caminos… Cada persona tuvo un nicho andando sobre la tierra y cada día lo renovó con verdades que la historia olvida. También lo escucho por una razón más apremiante. Si papá hubiese envejecido junto a mí, habría tenido el alma como la de Lalo, con el sur muy oscuro, arremolinado en recuerdos y en frustraciones, que siguen al hombre hasta ese instante cuando parece que nada podrá hacerse de nuevo, y recurren al había una vez como si la carne y la sangre regresaran en un viaje de vuelta en el mejor gesto y la mejor palabra.
Reconozco que a Lalo el ciclón de la edad solo le ha dejado sin daño el pelo abundante y blanco. Me echa los ojos tratando de saber quién soy y los labios se le resignan con una ligera arruga de estupor y empieza a decir qué mala es la gente, qué mala…