Loco de atar. Eso debió pensar el entorno del cabo británico David James, cuando una vez terminada su misión en Afganistán decidió regresar para vivir allí. Con su niño de un año y tanto y su esposa embarazada apostó por un sueño: que otros vivieran el Afganistán del que él se enamoró.
David James contó su historia a la BBC. El ex soldado estuvo asignado, como parte de la alianza de Gran Bretaña con EE.UU., en operaciones antiopio en 2002. Regresó en 2004 y luego llegó para quedarse. Paradójicamente, él, antes a las órdenes del invasor, devela el desgarramiento de ese país, que ya casi no es noticia, aunque se desangra a la luz pública.
El destino de David no fue el suicidio, el trauma por los horrores vividos o el intento desesperado por borrar esos años de su vida en la nación centroasiática. Todo lo contrario, para él quedó la certeza de las potencialidades del país y de su gente, a quienes les impusieron la guerra. Ahora dicen que se van —por la experiencia de Iraq, ya sabemos que no del todo— y les dejan la devastación total, la pobreza, el crecimiento de la corrupción, y esa la violencia que a ratos arrasa con todo.
David no pensó en una agencia de seguridad, un negocio muy próspero desde que en 2001 EE.UU. inició su intento de invasión, a todas luces fallida. Optó por contagiar a otros con el ensimismamiento por el hermosísimo paisaje afgano.
«La gente es fabulosa, muy amigable, muy hospitalaria; y las montañas, los desiertos, los ríos y los bosques le confieren al lugar una cualidad mágica que te hace sentir en los límites de la civilización», expresó.
Aunque su agencia de turismo fracasó y ahora de regreso a Inglaterra asegura extrañar a sus vecinos afganos y las tardes de té en la terraza, no deja de doler esa herida que otros se empeñan en profundizar.
Había escogido para su proyecto el corredor de Wakhan, una pequeña franja en el noreste del país. Según declaró a la cadena británica, porque hasta allí no había llegado la violencia. Además de seguridad al visitante, estímulo a la economía local, pretendía alejarse diametralmente del turismo de guerra, una modalidad que se regodea en el horror, lo fotografía y disfruta de la adrenalina resultante del sonido de las balas.
«Cuando regresé a Kabul en 2004 me decepcionó mucho la falta de progreso. Se invirtió mucho dinero en proyectos de desarrollo, pero la mayoría se utilizó para pagar a consultores internacionales, crear ministerios, montar oficinas con aire acondicionado... cuando lo que la gente quería y necesitaba en realidad eran pozos de agua más profundos o empleos», recordó.
Quizá ese fue uno de lo motivos que lo impulsó en su apuesta. Sin embargo, «el avance de las operaciones de contrainsurgencia de Estados Unidos en 2010 empujó la violencia concentrada en el sur hacia zonas que antes eran pacíficas», y el hecho de que, según explicó, nunca pudo conseguir el financiamiento suficiente para desarrollar el negocio, provocaron el naufragio.
La combinación de factores deja en la voz de David la imagen de un país para el que desde fuera se levantan castillos de promesas, donde fluyen corrientes subterráneas de millones, y se pierden, y donde esencialmente no importa el destino de sus habitantes.
«…en Afganistán, no se les da apoyo a las empresas exitosas, sino que son los fracasos los que atraen dinero», apuntó aquel a quien calificaran de loco.
El dinero marca el ritmo de la agonía de millones de familias afganas, mientras, la Casa Blanca declaró recientemente a Afganistán su mayor aliado fuera de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), una condición que supuestamente le otorga «privilegios» a ese país.
Estados Unidos está comprometido a continuar su apoyo con Afganistán para conseguir más financimiento internacional, dijo Hillary Clinton en Kabul. Sin embargo, ahora está aún más claro el rumbo de ese «apoyo».
Tristemente David James seguirá evocando su enamoramiento por Afganistán, mientras que Estados Unidos y sus aliados seguirán practicando con toda premeditación lo que mejor saben, allí y en otras regiones del planeta.