Bien se conoce aquella anécdota atribuida a un escribano de uno de los emperadores de Roma. El copista recibió una orden de su jefe: redactar un mensaje en el que se plasmara el perdón a la vida de un prisionero enemigo.
Pero el escribiente alteró en la nota la ubicación de la coma; de modo que en vez de garabatear: «matadlo no, dejadlo vivo», el hombre rotuló: «matadlo, no dejadlo vivo». Y así el cautivo fue pasado por las armas; aunque cuentan que a la postre, por su error, el escribano también.
Traigo la recurrida historieta a esta página porque a estas alturas, muchos años después de la pifia garrafal de aquel calígrafo, aún una cantidad no despreciable de estudiantes de varias enseñanzas parece menospreciar la importancia de los signos de puntuación, de las tildes, las eses… la correcta redacción.
En varias ocasiones he chocado, por ejemplo, con alumnos universitarios que, ante la descalificación de un examen por errores ortográficos, han señalado sin alarma: «Desaprobé por unas comitas y unas tildes» o «salí bien, pero me quitaron por unas boberías en la ortografía». Deberían, en cambio, inquietarse al máximo.
Una de las medidas aplicadas últimamente en nuestras casas de altos estudios y que más aplausos merece es la del descuento ortográfico, pues íbamos por un camino que, en algunas modalidades, reverenciaba en demasía al «contenido», como si esa categoría no englobara también la forma.
Por ese sendero podíamos, sin dudas, haber graduado a un estudiante que escribiera «kasike» —así lo vi escrito un día en un examen— en lugar de «cacique», o «barios echos» en vez de «varios hechos».
Sin embargo, la rectificación institucional no garantiza por sí sola un cambio en la mentalidad de aquellos que antes descuidaban, por la tolerancia excesiva, hasta los puntos finales o los signos de interrogación.
En esa cuerda, siempre tendremos que insistir, desde las edades tempranas, en el valor de la ortografía correcta para que no nos suceda como al escribano del principio. Siempre deberemos subrayar que no es lo mismo «ella no, es chismosa», que «ella no es chismosa». Incluso, la frase puede interpretarse de otra manera si se escribiera: «Ella no es, ¡chismosa!». ¿Y será igual máquina que maquina, práctica que practica, amo que amó?
Hace dos años, en un comentario titulado Pan de «haller» (15 de febrero de 2009), expuse que hasta Gabriel García Márquez había propuesto en 1997 jubilar la ortografía por considerarla un «terror desde la cuna» en los países de habla hispana. Propuso entonces sepultar las «haches rupestres», utilizar una sola be y poner «un tratado de límites entre la ge y la jota». Pero jamás al premio Nobel de Literatura se le hubiera ocurrido hacerle un velorio a la coma o desterrar la exclamación, mucho menos proponer el enterramiento de la concordancia de género y número, al estilo de «los niño son buena».
Con todo, si algún día llegara ese funeral de la ortografía no imagino a un arquitecto escribiendo «hedifisio», ni a un galeno poniendo «ipotermía», ni a un matemático redactando «seros y pitagoras».
Por eso, se ha de seguir apostando por el rigor en las clases de nuestra lengua materna más allá de edades y de claustros. Se ha de seguir viajando especialmente a la lectura, fuente primera de la ortografía correcta y de la anhelada cultura general.
Mientras llegue ese presunto final de la ortografía continuemos escribiendo: «Matarla no, dejarla viva». Y que no sea una frase de cumplido sino un axioma inviolable para nuestra alma y nuestro cerebro, el de pensar.