Guardo mágicos recuerdos de mis maestros. Aprendí a leer y a escribir cuando aún no había concluido el preescolar gracias a la paciencia y a la entrega de mi maestra Tomasa, y luego, en todos mis cursos posteriores, me sentí orgullosa de Zenaida, Irma, Margarita y de todos quienes me enseñaron los números y las letras, a trabajar en el huerto, a preparar actividades culturales, a declamar, a compartir, a cuidar la escuela que, a solo seis escalones de mi casa, hoy todavía miro y añoro transitar por sus pasillos.
Aprendí entonces que el maestro tenía la responsabilidad de compartir con nosotros no solo sus conocimientos, sino también un inmenso arsenal —imprescindible— de dulzura y comprensión. Y además, que del privilegio de enseñar pueden gozar no solo los maestros, pues aquellas que nos cuidaban en las tardes, «las auxiliares», en medio de cuentos y juegos competitivos también nos mostraban las riquezas de este mundo, de la mano de la traviesa perrita Puchita, de Gozín Gozón y del monito pirulero.
La labor educativa se extiende más allá de las cuatro paredes de un aula, una tiza y una pizarra, y eso lo supe con Adela, mi bibliotecaria. Ella nos enseñó a querer los libros, y en los festivales del cuento que organizaba anualmente, cada grupo lograba una puesta en escena envidiable de obras de Onelio Jorge Cardoso, José Martí, Nicolás Guillén, con los dignos disfraces salidos de la inventiva familiar. Desde entonces el teatro es una de mis pasiones.
En otros niveles de enseñanza también tuve suerte. Por eso me siento orgullosa de mi estancia, durante mis estudios preuniversitarios, en la beca, en la que se necesita un educador más que un maestro. Más tarde, en la Universidad, aun cuando se supone que el proceso de formación está casi completo, excelentes profesores me dieron no solo las herramientas y las razones suficientes para adorar el Periodismo. Con José Antonio de la Osa, Raúl Garcés, Roger Ricardo, Joel del Río, Enmanuel Tornés y muchos otros, ratifiqué que una clase es un espacio en el que el nombre de la asignatura no puede limitar el proceso de enseñanza-aprendizaje; es un espacio para crecernos, más que para escuchar y anotar todo cuanto el maestro dice.
Con todos esos recuerdos tan gratificantes no sé cómo reaccionar cuando veo a ciertos profesores que desperdician la gran oportunidad que tienen con sus alumnos, algunos por ser muy jóvenes y otros por no haberse dado cuenta de su propio valor. Sin embargo, confío en que el día a día les permita disfrutar del encanto de una de las profesiones más hermosas que existen.
Quizá los nuevos profesores no se llamen Tomasa, Zenaida o Irma, pero si logran interiorizar aquella frase de José de la Luz y Caballero: «Enseñar puede cualquiera, educar solo quien sea un evangelio vivo», entonces es seguro que muchos en esta Isla, además de una buena formación académica, tendrán recuerdos placenteros como los míos.