Jorge Luis Borges, el polémico y genial escritor argentino, se emparentaba con el griego Platón. «Nos rodean de espejos», decía Borges. Espejos que devuelven la realidad deseada, no la verdadera. Y algo parecido afirmaba Platón con su mito de la caverna. Allí los hombres permanecían atados entre sí, mientras confundían lo existente con sus propias sombras.
En las relaciones del poder muchas veces aparece esta forma de enclaustramiento. Un jefe que dibuja de modo exclusivo su realidad y así conduce a los subordinados. La cuestión se encuentra en lo cercano de esa verdad al sentimiento y aspiraciones del colectivo, y a la humildad, la ética y al sentido de la justicia con que se actúe.
Porque también se encuentra el caso contrario. El del jefe que crea un mundo a su antojo y soberbia, y se encierra en una verdad, no la existente sino la que él desea percibir.
En los dos casos —pero sobre todo en el último— existe un tipo sugerente. En Cuba lo llaman el socio. Este es un personajillo que nunca irá en contra de la jerarquía. En todo momento dirá «sí, jefe» o irá a la contraria con delicadeza cuando la oportunidad lo permita a sus intereses, siempre en perpetua sumisión.
A diferencia del puro adulador, entre el jefe y el socio existe una relación de compadreo, propia de la falsa amistad. Son cómplices, en esencia, y ambos se necesitan. No es extraño apreciar cómo un directivo inicia funciones en una empresa con deseos de lograr un cambio, para terminar con el prestigio perdido y los indicadores de funcionamiento de la entidad en plena caída.
Con los años, los observadores habrán notado el surgimiento de innumerables socios en busca de prebendas. Ellos tantearon al superior, conocieron de sus gustos y debilidades, cultivaron su megalomanía y poco a poco construyeron la realidad que él deseaba ver. Lo hicieron sentirse hábil, competente y hasta poderoso para después echarlo al olvido cuando apareció la caída.
Lo interesante es que el socio florece en detrimento de individuos que plantean los problemas con valentía y bajo el ánimo de encontrar soluciones, y a cambio reciben ataques y la coletilla de «atravesado» a modo de escarnio. También la germinación del compadreo ocurre en medio de instituciones que deben desempeñar su papel de contraparte, y en consecuencia se convirtieron en poleas transmisoras de la jerarquía.
Cierto es que las dificultades económicas provocaron una cotidianidad convulsa en la mayoría de los cubanos. Ello, junto a la apatía y los obligados proyectos de sobrevivencia personal, entre otras causas, abrieron el espacio para que se dañara la institucionalidad y se extendieran formas para acomodar al poder. El yo me callo para evitar problemas, de una actitud de relativa prudencia pasó a ser una norma constante en lugares donde el sociolismo y los excesos jerárquicos hacen de las suyas con mayor o menor sutileza, según sean los casos.
Llama la atención que esas deformaciones despierten un rechazo a partir de una ética surgida desde el centro mismo de la idiosincrasia del cubano y los principios de la Revolución. Los últimos 50 años en Cuba son también, además de un ejemplo, un estímulo constante contra la genuflexión.
Por ello uno de los tantos nudos a desatar en esa maraña de entuertos, heredada de la crisis de la década de los 90 del pasado siglo, es ese desbordamiento de jerarquías en detrimento de la participación de los trabajadores y la población en el destino de las entidades y la sociedad en general.
Porque en lado opuesto de los abusos de poder y la protección al supuesto amigo, han estado las acciones de personas honestas en cargos de dirección, que no han temido escuchar la crítica y reconocer los errores delante de sus subordinados.
Son hombres y mujeres negados a vivir en los espejos y sombras que proyectan los socios en los empeños por ahuyentar la realidad y cultivar sus estatus. Allí, en esos lugares, más que amigos ha germinado una poesía sintetizada en una palabra. La de compañero. No podía ser otra. Era la que usaba el Che.