Vengo a decirlo con cierto sonrojo: soy uno de los que se inquietan hoy por la intoxicación que ha sufrido una porción de nuestra lengua. Estoy en la lista de preocupados por el uso y el abuso de términos fáciles o inventados que, al final, acuchillan y desangran el discurso diario.
Un amigo me contaba, por ejemplo, que hace unos días fue invitado a una reunión cuya esencia era analizar la situación del «sexo transaccional» en su provincia. Él, cuando eso, hasta llegó a pensar en intervenciones quirúrgicas, en implantes o desmontes de órganos viriles y otras cosas por el estilo.
Se trataba, sin embargo, del análisis sobre las tendencias del «jineterismo», ese otro vocablo que acuñamos a cambio de prostitución (Pero dejemos el lenguaje de adultos para después).
¡Qué decir de las voces que manejamos para suavizar determinadas ilegalidades. De eso habló mi colega villaclareño Nelson García meses atrás. Llamamos «trasgresor» al delincuente, «revendedor» al especulador, «sustracción» al robo.
Y, asimismo, el grupo Buena Fe hizo notar con acierto en una de sus canciones que nos hemos casado con el eufemismo de «periférico» para nombrar a un barrio marginal. ¿De qué lugar —no precisamente de La Mancha— bajarán esas locuciones que envidiaría Sancho Panza? Sería oportuno estudiarlo.
Cuando uno analiza el asunto se asoma la sentencia del escritor estadounidense Mark Twain, aquella que nos hace meditar sobre la necesidad de la precisión en el idioma: «La diferencia entre la palabra adecuada y la casi correcta, es la misma que entre el rayo y la luciérnaga».
Hay mucha más leña para este fuego en el que arden adjetivos. Recientemente ese coloso del periodismo llamado Luis Sexto advirtió en un aula universitaria que el término genial se estaba prostituyendo por tanta repetición inútil. Cualquier cosa, cualquier acto ya es «genial», como si los genios habitaran en los tallos del marabú. Esa palabra —decía Luis— no es sinónimo de bueno o bondadoso; está reservado para lo supremo, lo sublime, lo sin par.
Por este mismo camino pudiéramos examinar los epítetos rimbombantes surgidos acaso con el afán de atraer público. En el ámbito musical abundan los «Reyes de la Charanga» (con sus consiguientes Príncipes y Duques), los «Astros del Merengue» (con sus menores Estrellas y Cometas), «los Clásicos de la Timba», los «Líderes de la Salsa». Incluso, hasta han aparecido autopergaminos de divas, dioses y otras etiquetas divinas.
¿Cómo censurar entonces al grupito musical rural que, al apenas saber tocar tres latas y dos maracas, se haga llamar, por ejemplo, La Sensación Sonera de Charco Siete o Los Príncipes Reguetoneros de Río Sucio?
Cuando se choca con eso, ineludiblemente surgen las comparaciones y vienen a la mente otros que sí merecieron la loa eterna como El Bárbaro del Ritmo, o la Señora Sentimiento; y se siente pena por tanto epíteto malgastado en el presente.
Esas consideraciones son extensivas al mundillo deportivo. Hoy cualquiera puede ser el Meteoro de Pozo Rojo, el As de Llega y Clava, el Supersónico de Remanga la Tuerca... ¿Qué dirían, fuera del escenario, Luis Giraldo Casanova (el Señor Pelotero), Ana Fidelia Quirot (la Tormenta del Caribe) u Orestes Kindelán (el Tambor Mayor) que tanto se desgastaron para ganar esos calificativos?
Pero sucede que, además de eso, ahora no hace falta rodar y desandar demasiado para ser un «experto» en construcción de clavos sin cabeza o un «especialista principal» en remotorización alternativa.
Y ya hasta ante quienes andan en pañales todavía en varias esferas del conocimiento o de un oficio se puede bajar la cabeza y decir: ¡Oh, Maestro! o ¡Ay, Estrella!
Francamente, nada de eso me parece genial.