La cuña introducida al centenario deporte, y anunciada hace semanas en La Habana, por el director mundial de béisbol, el norteamericano Harvey Schiller, tuvo de inmediato antagónicas interpretaciones. Iván López, el colega de Tele Rebelde, me dijo una verdad como un templo: «Cuando se llega a la entrada número 11, ya el tiempo pasado no podrá recuperarlo nadie».
Así ocurrió el viernes en China. Cuba escogió al octavo y noveno hombres como corredores en circulación, Giorbis Duvergel se cuadró para adelantarlos, y Michel Enríquez pegó un hit limpia bases. Los norteños optaron también por el sacrificio —por cierto, la lesión del camarero Jayson Nix, golpeado en el rostro al tocar de foul, provocó su baja del torneo—, pero solo contaron con un elevado a los jardines, y perdieron 5-4.
A mi juicio, esta reglamentación cambia la esencia de un deporte que consiste, precisamente, en la pugna del bateador por llegar a la inicial, primer paso en el camino hacia la goma, y en el esfuerzo del lanzador por impedírselo. ¡Ahora los burócratas deciden regalar dos almohadillas de un tirón, estremeciendo en sus tumbas a generaciones de héroes de este deporte!
Sería menester disminuir el tiempo de juego, del primero al noveno innings, con la enérgica actuación de los árbitros. Que los bateadores no salgan indiscriminadamente del cajón; que la pelota no se pasee por el cuadro; que se reglamente un lapso —tal vez un minuto—, a partir del tercer out de cada episodio, para que el equipo que terminó su ofensiva ocupe las posiciones en el campo.
Eso que vimos en la undécima entrada del partido Cuba-Estados Unidos, y que esta vez —afortunadamente— favoreció a los nuestros, es cualquier cosa menos béisbol.
Más bien se recrean, en una cancha deportiva, ciertas dramáticas escenas de Anatomía de Grey, o el Doctor House: los familiares del enfermo agonizante, en el paroxismo del drama televisivo, autorizan la desconexión de los respiradores artificiales.
Cuando el árbitro principal llamó a los mentores Antonio Pacheco y Davey Johnson, para que definieran su estrategia, eran las 2:55 de la madrugada: habían trascurrido tres horas y 25 minutos, para un partido de diez episodios.
Con esos truenos, los señores de la cúpula del olimpismo seguirán mirando de reojo a nuestro querido juego de pelota.