Fue un juicio apresurado. Porque a los pocos días el aparentemente inofensivo brebaje devino pesadilla para los cultores del dios Baco, incluso para los «ranqueados» en la lista de los buenos bebedores. ¿Su nombre comercial? Nunca se conoció, porque, criatura plebeya al fin, debutó sin partida de nacimiento ni etiqueta de identificación. Solo se sabe que el ambarino «sujeto» comenzó a ser conocido entre los dipsómanos por el mote de Son 14.
¿Por qué lo bautizaron así? Nadie lo sabe a ciencia cierta. Como ninguno se explica qué relación pudo tener la extraña pócima de padres desconocidos con un popularísimo grupo musical santiaguero del mismo nombre, paradigma para los buenos bailadores, con su carismático cantante Tiburón Morales y bajo la batuta del maestro Adalberto Álvarez.
Las pesquisas no han conseguido establecer tampoco si ya traía ese alias —Son 14— cuando decidió embriagar con su ladino bouquet la pituitaria, el sentido común y las entendederas de los manatienses, o si, por el contrario, se lo endilgó algún guasón entre las brumas de una borrachera.
Para quienes, por razones generacionales, no tienen claras sus reminiscencias de tiempo y espacio, digo que Son 14 no figuraba en los catálogos como una bebida alcohólica propiamente, pues no era ron, cerveza, vino, crema, licor, coctel ni nada parecido. ¿Entonces qué clasificación darle a aquel ornitorrinco de las barras, a aquel adefesio de una parte de alcohol y nueve de sirope? Sus «víctimas» lo conceptuaron: un arma inventada por los abstemios para desacreditar a los amigos del trago. Porque, después de subestimar garganta abajo sus proverbiales dotes de resistentes al ron, Son 14 los hacía caer con estrépito y hasta los ridiculizaba.
En los tiempos en que frecuenté las cantinas de Manatí, mi pueblo, vi a más de un «cuarto bate» desplomarse como un tronco por causa del traicionero refresquito. ¿Motivos? Haberse echado al gollete, y de un par de tirones, dos botellitas de aquella mezcla explosiva, superior en «letalidad» al celebérrimo aguardiente Coronilla. Tantos currículos hizo trizas en la comunidad dipsómana que el pueblo comenzó a llamarlo, además de Son 14, por el sugerente nombre de Espérame en el suelo. Así de trágico era el destino de quienes se arriesgaban a aceptarle el desafío.
No puedo dar fe de la autenticidad de esta anécdota, pero en Manatí cuentan que cierta vez los distribuidores de la Empresa de Bebidas y Licores se confundieron y entregaron para un cumpleaños infantil cuatro cajas de Son 14 en lugar de cuatro de refrescos. Ajenos al peligroso e involuntario trueque, los organizadores del festejo escanciaron al impostor entre los invitados.
Al rato se formó allí una borrachera de ampanga. Dicen que aquel día, además de los niños, hasta las viejitas y los viejitos bailaron la caringa.
Por la propia naturaleza de su factura etílica y por los estragos que provocó entre sus consumidores, el Son 14 tuvo efímera existencia. El pueblo no le perdonó su evidente falta de clase y su incivilizada manera de noquear —sin aviso previo— en el primer asalto. Poca gente se percató de su partida sin gloria por la puerta trasera. ¡Y nadie le echó de menos! Tal y como debutó, se fue: abruptamente, en silencio y —por fortuna— sin dejar dirección conocida.