La vejez comienza a hacerte guiños, cuando te descubres reciclando tu pensamiento; «fusilándote», como decían viejos periodistas. Surfeando por las olas encrespadas de mi obra, encontré un alegato, publicado el 1ro. de abril de 2007, bajo el título: «El moho de la impunidad». Y al releerlo sentí que su incitación estaba intacta cuando, para introducir el flagelo de la impunidad, zarpaba así:
«La Justicia es una dama con los ojos vendados y una balanza en el centro del fiel. Tradicionalmente se simboliza así, para expresar la imparcialidad y el equilibrado apego al espíritu de la Ley. Pero algunas incómodas cartas recibidas últimamente pondrían a la recta señora con las manos atadas y al borde del infarto, sintiendo cómo sus veredictos pueden troncharse en el camino de la aplicación.
«No es alarmismo ni mucho menos —continuaba—, pero sí muy preocupante que esos fallos de los Tribunales, incluido el Supremo de la República de Cuba, sean desconocidos y queden en el papel. Lo sostengo porque tengo en mi poder los testimonios de personas amparadas por las resoluciones de esas venerables magistraturas, que luego no encuentran la voluntad institucional para que se apliquen. Algo así como letra muerta y engavetada. El moho de la impunidad.
Y ejemplificaba con la vivienda: en torno al techo, y espoleadas por la necesidad, no pocas personas optan por la fuerza para reivindicar sus derechos de posesión. Paredes levantadas de la noche a la mañana, usurpaciones de espacios al vecino... indisciplinas, ilegalidades y trifulcas no exentas de puñetazos, que terminan en penitenciarías y ante fiscales y jueces, no siempre con solución. «La justicia se dicta, pero necesita hacerse también», sentenciaba.
«Un caso que ya muestra luz roja es el de las ocupaciones ilegales, precisaba. Lamentablemente el grave problema habitacional (...) ha arrastrado a instintivas familias a optar por la imposición arbitraria de su derecho, afectando el de terceros y en afrenta a las autoridades. A mi buzón han llegado casos increíbles, como el de cierta persona con una discapacidad, a la cual le han otorgado al menos un humilde cuarto por su vulnerabilidad social. Después de años de gestiones y de espera, cuando ya cree resolver su problema, unos iracundos desesperados ocupan el inmueble, y aquella víctima queda en la calle, y comienza el largo y tortuoso camino de hacer prevalecer el espíritu de la Ley.
«Luego de interponer múltiples recursos, al final el afectado puede recibir el espaldarazo hasta del Tribunal Supremo, pero entonces viene el espinoso asunto de la puesta en práctica. El reivindicado se desgasta años de aquí para allá, se le va la vida entre reclamos a las instituciones y autoridades implicadas en la solución, que se deshacen de la responsabilidad como una bola de fuego. Y, mientras tanto, los usurpadores siguen viviendo allí impunemente».
Cuando esto se publicó, el Presidente del Tribunal Supremo de la República se interesó por aquellos casos. Y funcionarios del Instituto Nacional de la Vivienda me ofrecieron una muestra del movedizo terreno en que se erige la Ley de la Vivienda; un cuerpo legal sumamente enrevesado, ducho en excesivas prohibiciones y procedimientos tormentosos.
Al final, comprendí que la voluntad de los Tribunales concluye con los veredictos; y que en ilegalidades de la vivienda, el enfrentamiento —tan débil y cuestionado—, es mucho más que una comisión municipal que revisa expedientes. Debe ser la firme voluntad de las instituciones multidisciplinarias del Estado, lideradas por el Gobierno territorial; y expresarse en acciones, no en promesas que se transfieren, hasta dejar al sufriente sin apoyo.
Desde entonces, siguen irrumpiendo en mi mesa denuncias de casos enrevesados flotando en la impunidad. Un ejemplo elocuente es el de un cubano que estuvo años en la microbrigada, y cuando fue a habitar su bien ganado domicilio, se topó con que ilegales lo habían ocupado. Aquel hombre, hasta donde supe, se deshacía en trámites y vericuetos para encontrar justicia.
«Aún cuando no sean mayoritarios, señalaba el 1ro. de abril de 2007, tales desafíos y lagunas nos alertan del peligro que trae la impunidad. Cuando los transgresores vencen al final en aquello de alcanzar por la fuerza sus pretensiones, se resquebraja el peso de la Ley en la conciencia ciudadana; así como se debilitan el orden interno y la disciplina social. Y lo que es peor: se lacera la confianza del ciudadano honesto y respetuoso en ese Estado que lo representa, en la institucionalidad revolucionaria que hemos levantando con sentido de pertenencia, de pueblo que un día reivindicó el poder para ordenar el país y repartir la justicia. La señora de la balanza requerirá siempre la venda, pero las instituciones ejecutivas no pueden ser imparciales ante el desorden y la desidia. Necesitan los ojos bien abiertos, para hacer prevalecer la Ley, ese derecho de todos por donde pasa el equilibrio de la nación».
Ahora también llegan denuncias de entidades que vulneran las leyes. ¿Acaso el apego a la legalidad no debe comenzar por las instituciones primero, para exigirlo a los ciudadanos? Si no, el caos, como el comején, minaría los pilares de la nación.
Sobre Cuba sigue gravitando el alerta de Fidel acerca de una potencial desarticulación del socialismo si no atajamos desviaciones y erosiones. Están las señales de Raúl, el reciente debate de la sociedad sobre yerros y obstáculos. No pasa el tiempo por gusto. Ojalá no haya que redescubrir en un futuro el moho de la impunidad. Quizá ya sería muy tarde.