Meses atrás, comentábamos en el texto Mi niña y David Beckham sobre la negativa influencia de los fotomontajes que alejan a las personas de su contexto social, realidad y espacio físico. El fenómeno al cual aludiremos hoy transporta a los niños al país de nunca jamás: no al de Peter Pan, sino al del mercado, al de las mentiras y antivalores del show business mundial.
Se trata de una variante (en esencia no del todo novedosa), consistente en la reproducción al por mayor de postales de artistas del espectáculo internacional, y su venta posterior en las escuelas.
El proceder es más o menos el siguiente: se baja de Internet —preferiblemente en centros laborales, donde al interesado no le cuesta nada— la imagen deseada. La guarda en la ahora omnipresente memoria flash; es llevada a imprimir al fotoservice y luego... directo a los colegios.
A veces las entregan a sus propios hijos, estudiantes de los planteles, para que las comercialicen.
Las fotos más vendidas ahora son las de R.B.D. Daddy Yankee; Beyonce y la del niñito de los clips de Bob Sinclair. A mi hijo y a mi sobrino se las muestran a diario en sus respectivos centros docentes.
El negocio florece, pues muchos chiquillos las quieren comprar. Opera algo llamado inducción y otro mucho de influencia, la lógica mímesis de la edad... En fin, venta segura a cinco pesos. El niño siempre será un objetivo de mercado excelente, perjuran los capitalistas.
No puedo asegurar que las personas que lo hagan sean siquiera fotógrafos, pues en realidad no resulta para nada necesario. Cualquiera pertrechado de las mínimas herramientas técnicas, y algunos CUC, podría.
Eso a la larga es lo que menos importa. Están en juego cosas de mayor significación en un asunto que de entrada impulsa a formular una simple pregunta entre muchas: ¿Por qué es permitido en algunos centros docentes?
En El imperio contracultural: del rock a la postmodernidad, el ensayista venezolano Luis Britto García consigna estas valederas reflexiones:
«Las bombas empiezan a caer cuando han fallado los símbolos. De allí que la raíz última de los conflictos deba ser detectada en la cultura. Mediante esta, se logra la imposición de la voluntad del enemigo extraterritorial o de clase, se inculcan concepciones del mundo, valores o actitudes.
«(...) A los arsenales de la guerra psicológica han añadido las grandes potencias las armerías de la guerra cultural. Con operaciones de penetración, de investigación motivacional, de propaganda y de educación, los aparatos políticos y económicos han asumido la tarea de operar en el cuerpo viviente de la cultura».
Quienes trasladan estos signos visuales, tales símbolos de identidad mercantil de la cultura del discurso hegemónico, están actuando, a sabiendas o no, en contubernio con los invasores ideológicos mediante su alud de «dulces productos», como hubiera podido decirlo Ignacio Ramonet.
Ahora mismo se comercializa en los mercados industriales artesanales un bellísimo afiche de Elpidio Valdés a cinco pesos. Claro que no me voy a dejar llevar por el entusiasmo, pues a veces, dadas las limitaciones reales, el expendio, al alcance de todos, de elementos alegóricos a nuestra identidad parece destinado solo a ferias y momentos determinados.
El vacío evidente lo salvan los fotomercaderes, trasladando al corazón mismo de nuestro sistema educacional la iconografía cultural occidental.
La mejor batalla se libraría en el terreno de las ideas, lo cual tampoco descarta la necesidad de una más enérgica actitud del claustro de los centros docentes donde esto sucede.
Argumentando, convenciendo, se ganaría camino en la búsqueda y hallazgo de otros referentes para nuestros niños.