La sabiduría criolla sentencia que no es lo mismo yunque que martillo. Y aunque en un escenario ideal poco podría alimentarse entre nosotros esa creencia, en el real es común tropezar con la distancia entre el prisma de algunos funcionarios y el de los tristes mortales.
Da la impresión —para graficarlo en kilometraje— que las «honorables» cabezas de los primeros están por el Cabo de San Antonio, mientras la «testa» de los segundos anda allá por Mandinga, perdidas en el oriente.
Lo más lamentable es que en la medida en que ambos puntos se distancian, se complejiza la fórmula de coexistencia que hace posible el milagro de la química «perfecta», esa que debería significar una revolución.
Esta semana he conversado con varias personas preocupadas por síntomas similares. Han llamado por ayuda para ubicar el norte correcto de sus conciencias. No saben si mostrarse inconformes con los dolores sociales de su entorno, si «quejarse» y denunciarlos ante las instancias correspondientes... Si «estallar» de vez en vez ante la indiferencia o la falta de argumentos en algunos casos, los convierte en alguna variante de desajustados, de desequilibrados sociales.
Al parecer sus reacciones son vistas como fuera de lugar en determinados lugares. Sienten que hay quienes preferirían verlos cohabitar tranquilos con todo lo «podrido» que pueda rodearlos, en vez de convertidos en molestos e inapagables «contestones».
Y aunque es muy difícil desde una redacción periodística medir el alcance y la razón concreta de cada preocupación, la experiencia histórica enseña que toda revolución y revolucionario que se conforma, perece.
El estado natural de una revolución es la inconformidad y su camino más prometedor es seguir sin distorsiones esa humilde e «ilustrísima» palabra hasta el infinito de los tiempos.
El único argumento razonable frente a este enfoque lo ha conceptualizado Fidel; y ahora muchos lo repiquetean como campana, tal vez sin entender suficientemente que «Revolución es sentido del momento histórico».
Traducido a nuestro asunto, ello quiere decir que en una revolución hay que saber ser «paciente», siempre agregándole el pero... nunca un indiferente. Lo que se aplaza —cuando no queda otra alternativa— ha de ser una solución, nunca la preocupación.
Aunque un poco alejado en el tiempo, tengo a mano un ejemplo de cuánto daño o desmovilización puede causar esta dicotomía que denunciamos entre el «ciudadano impaciente» y el funcionario que le prefiere indiferente.
Ocurrió en el edificio donde resido. Los inquilinos del segundo piso pretendieron acabar con la oscuridad de su pasillo, la misma que abunda en el resto del inmueble. Ponina mediante, pintaron e instalaron unas hermosas luces redondas, que le dieron a su pedacito una sugerente apariencia hotelera.
No bien acabaron su obra, y ya tenían sobre ellos a una retahíla de funcionarios —quienes nunca antes se ocuparon de su oscuridad— acusándolos de no sé cuántas violaciones. Todo terminó con el pedazo de edificio de mis vecinos pareciéndose nuevamente al resto. Les apagaron la inconformidad, y también la iniciativa. ¿Volverán a recobrarla?
¿Cómo «golpeó» en este caso el martillo?