Las esquinas donde convergen calles céntricas o que se ubican cerca del corazón palpitante de las ciudades o de las pequeñas comunidades, resultan preferidas por los negociantes, en cualquier lugar, al estar justamente en el camino del transitar numerosísimo.
En esos espacios bulliciosos y de significativa concurrencia se tramitan las más insólitas cuestiones de la vida real, y hasta del más allá.
Allí conviven una serie de «especialistas» en diversos oficios que solo tienen en común el hecho de que todos bailan al compás del «melón».
Es la plantilla fija de un inverosímil centro de trabajo, activo noche y día, a cielo abierto, sin que ninguno de los personajes tire un pestañazo. ¡Qué buenos serenos estamos perdiendo!
Allí, al amparo de los comercios, o en sus alrededores, se cobijan. Asumen el bregar en las mañanas y tardes, otros por la noche o la madrugada. Obvio: algunos doblan turnos sin miseria y jamás esgrimen una queja, prestos siempre a satisfacer al cliente, a indicarle dónde puede encontrar lo que desea.
Tampoco todos giran sobre el mismo eje. No: hay sus diferencias, cada cual se desempeña al margen del intrusismo profesional que aflora a veces con marca oficial. Dicho de otro modo: cada uno va a lo suyo.
Los acogidos a estos trajines tienen sus técnicas envolventes. Saben cómo llegar, estudian bien al que aparece en su coto y conocen a la perfección la manera de establecer comunicación; poseen un buen olfato, nunca se lanzan de suicidas, como lo confirman los tantísimos años en la mismita faena.
Los hay dedicados solamente a ofrecer información, lo que realizan con una exactitud y amabilidad que ojalá poseyeran determinadas recepciones de entidades. Tienen en la memoria un menú de las casas que arriendan o carros particulares que se alquilan; promueven sitios de comer u ofrecen opciones más tropicales.
Otros compran o venden CUC cuando existe una gran cola en la Casa de Cambio o después que esta cierra. Al que necesita divisas le queda, como única alternativa, acudir a ellos. Dónde si no...
En algunas esquinas pregonan a viva voz cuantas mercaderías existen, casi siempre resguardadas a cierta distancia del vendedor, por si acaso; mientras en otras el «qué hay» viene en un susurro para acentuar el peligro de la propuesta.
Allí convergen desde el modesto vendedor de cigarros y maní hasta el opulento comerciante de cerdo, pescado, huevos, embutidos y de artículos de uso personal o doméstico.
Las esquinas, a la vera de los edificios y del tráfico de vehículos, devienen el más grande y efectivo centro de información imaginado, donde la frase «no hay» jamás se pronuncia.
Y surgen, inevitablemente, historias de amor y amistades, porque uno de sus ingredientes estriba en que acuden muchísimos curiosos, que se convierten en espectadores-alabadores, excitados por el movimiento y la desenvoltura de la convivencia.
En esos espacios, el verbo de la tribuna de la calle arma verdaderas conferencias, aunque nadie pueda catalogarlas de magistrales, pero que sí atrapan el latir de la cotidianidad, ¡tal como es y lo sabemos!
Sin esos ajiacos humanos que son las esquinas trascendentes, las ciudades y pequeñas localidades serían más aburridas y costaría muchísimo más conocer, con exactitud, por dónde anda la vida, la que se mueve más allá del papeleo y la frase.