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Pepe Ciclón

JR vuelve a regalar a los lectores este texto a propósito del centenario del periodista  y escritor Enrique Núñez  Rodríguez, celebrado este 13 de mayo

Autor:

Enrique Núñez Rodríguez

A Pepe lo trajo una ráfaga. Quizá la misma que se llevó al viejo cine de madera, cuando el ciclón del 33. Llegó chorreando agua y hambre. Era un niño que podía haber sido bello, pero la vida lo había maltratado de tal forma, que recordaba a un gorrión mojado. Tenía una mirada entre asustada y triste. Y una sonrisa que parecía pedir disculpas por conservar, allá en el fondo del alma, un tantico de felicidad.

Nadie sabía de dónde venía, ni si tenía o no familia. Cuando llegó, era solo hueso y pellejo. Y su tez había adquirido un tinte entre amarillo y morado, tal y como veríamos la piel de los reconcentrados por Weyler si en aquel tiempo hubiera habido fotografías en colores.

El pueblo había quedado destruido. La miseria se enseñoreaba, entre retorcidas planchas de zinc y paredes caídas. Pepe lo único que tenía para luchar por su subsistencia era aquella sonrisa tímida que se asomaba en sus labios como pidiendo permiso para no ofender a los desolados vecinos. Y bien que le dio resultado. En medio de la desesperación a la hora del rancho, él situaba su latica, con mano temblorosa, y exhibía su sonrisa sin decir una palabra. Y siempre un cucharón generoso se volcaba, humeante, en su improvisado recipiente.

 —Vaya, Pepe. Dale.

Ni los más egoístas se quejaban de que él no figuraba en el inventario de vecinos a los cuales el ayuntamiento debía suministrar el alimento para los damnificados. Así logró Pepe, con su sonrisa, sobrevivir al desastre que se había llevado a toda su familia y hasta recuperar un poco el color natural de su piel.

Poco tiempo después, cuando la sonrisa no bastaba a sus fines, Pepe tuvo que empezar a utilizar otros recursos para subsistir. Hacía mandados. Les cargaba el agua a algunas familias. Les llevaba el sancocho a los puercos del gallego bodeguero. Y en medio de ese trajín, fue creciendo y haciéndose un hombrecito. Parecía otra persona. Lo único que no le cambió fue aquella sonrisa suya, parqueada en los labios, un tanto más segura de sí misma, aunque siempre con un fondo de humildad no estudiada.

La gente empezó a decir que Pepe era un buen muchacho, que era muy trabajador, que no tenía una respuesta grosera para nadie..., en fin, todas esas cosas que se dicen de aquellos que se resignan a tender la latica sin decir palabra. Y un día, el médico del pueblo lo hizo su ayudante. Lo mismo le ensillaba el caballo, que le limpiaba la consulta. Pepe incluso tuvo acceso a la casa del doctor. Y cuando era necesario, le llevaba a los hijos al cine, aunque los sentaba a cierta distancia, esperando el final de la película para escoltarlos de regreso a casa. Lo notable en Pepe era que nunca se quejaba. Jamás decía una palabrota. Apenas alzaba la voz si tenía que decir algo. Eso le facilitaba el que, casi siempre, acompañara a los hijos del médico a fiestas y paseos. Lo mejor de todo —lo decía la mujer del doctor—, era que Pepe se daba su lugar.

Hasta que llegó la televisión. De pronto, los niños se quedaban en casa, y ya Pepe no era tan necesario. Se reunían, delante del único aparato que había llegado al pueblo, con los hijos del alcalde, los del teniente de la guardia rural, los del jefe de Correos y, a veces, la hija de la costurera, cuando la señora de la casa iba a entallarse algún vestido. Pepe hubiera querido participar de aquellas tertulias frente a la pequeña pantalla, pero esa oportunidad no se le daba.

Un día, el médico y su señora celebraban su aniversario de bodas. La casa se llenó de visitas importantes. Todos veían televisión. Pepe fue encargado de traer, de la panadería, un lechoncito asado para la cena. Y entró, con su tártara a cuestas, entre las exclamaciones de los invitados por el delicioso olor del asado.

 El médico detuvo por un instante a Pepe, en medio de la sala: quería obsequiarle a su esposa el rabito del cerdo, como si fuera un honor comparable al de una medalla olímpica. Pepe fijó sus ojos en el telerreceptor por primera vez en su vida. Junto a un excelente carro del año, el actor Enrique Santiesteban extendió su índice y, señalando directamente a Pepe, afirmó sonriente:

—¡Usted sí puede tener un Buick!

Pepe no pudo evitarlo. En un segundo, destruyó el prestigio de toda una vida. Le gritó a Santiesteban:

—¡No jodas!

Y, ese día, a Pepe se lo llevó una ráfaga.

 

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