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El último día de Hitler

El jefe del nazifascismo vivió sus dos últimos meses en un clima irreal, temblando de cólera, esperando victorias imposibles y emitiendo órdenes absurdas

Autores:

Roberto Regincós Álvarez*
Luis Hernández Serrano

«La última vez que Adolfo Hitler vio la luz del día fue el 20 de abril de 1945. En ocasión de su 56 cumpleaños, se dispuso una ceremonia de condecoraciones en el jardín de la Cancillería. Estaba enfermo y envejecido; aparentaba 20 años más».

Esto lo recordó en sus declaraciones en el juicio de Nuremberg, sobre Hitler, uno de los acusados. «Encorvado —siguió diciendo el criminal de guerra ante el Tribunal— el Führer tenía la cara abotargada y de un enfermizo color rosáceo. Su mano izquierda temblaba tan violentamente que comunicaba los espasmos a todo su cuerpo. En cierto momento intentó llevarse un vaso de agua a los labios, pero la mano derecha le temblaba de tal manera que tuvo que abandonar el intento».

El acusado contó a los jueces que también el jefe alemán sufría espasmos en la pierna izquierda, y cuando esto sucedía tenía que sentarse. Arrastraba los pies y jadeaba en cuanto recorría unos metros. En el atentado que le preparó el coronel Von Stauffenberg, en Rastenburg, en julio de 1944, sufrió importantes daños en los oídos, por lo que experimentaba mareos y sus andares parecían los de un borracho.

Soñando, temblando de cólera, impartiendo órdenes, haciendo grandiosos planes militares y arquitectónicos pasó sus últimos diez días. En los días finales decidió casarse con Eva Braun —su amante desde 1930— y dictar testamento, cuyo mayor énfasis consistía en la defensa de su obra, la justificación de su antisemitismo y en la designación de un Gobierno que mantuviera las hostilidades.

Hubo una despedida formal de todo el personal del búnker. Una enfermera soltó un histérico discurso, pronosticándole la victoria. Hitler la interrumpió con voz ronca: «Hay que aceptar el destino como un hombre», y siguió estrechando manos.

Tras el resumen de la situación, Hitler se quedó a solas con Joseph Goebbels, ministro de Propaganda, y Martin Bormann, líder del partido nazi, y les comunicó que se suicidaría aquella tarde. Luego llamó al sturmbannführer-SS (mayor) Günsche, su ayudante principal. Le ordenó que una hora más tarde, a las tres en punto, se hallase ante la puerta de su despacho. Él y su esposa se quitarían la vida. Cuando esto hubiera ocurrido el ayudante se cercioraría de que estaban muertos y, en caso de duda, les remataría con un disparo de pistola en la cabeza.

Después se ocuparía de que sus cadáveres fueran conducidos al jardín de la Cancillería, donde su chofer personal, el sturmbannführer-SS (mayor) Erich Kempka y su piloto, el brigadenführer-SS (general de brigada) Hans Baur, deberían haber reunido 200 litros de gasolina, según les encargara la víspera, que servirían para reducir ambos cuerpos a cenizas.

«Deberá usted comprobar que los preparativos han sido hechos de manera satisfactoria y de que todo ocurra según le he ordenado. No quiero que mi cuerpo se exponga en un circo o en un museo de cera o algo por el estilo. Ordeno también que el búnker permanezca como está, pues deseo que los rusos sepan que he estado aquí hasta el último momento».

Luego le visitó Magda Goebbels, esposa de Goebbels, que mostraba en su rostro las huellas del sufrimiento, no solo porque su marido y ella habían resuelto suicidarse, matando previamente a sus seis hijos. Magda, de rodillas, le imploró que no los abandonara. Hitler le explicó que si él no desaparecía, el gran almirante Karl Doenitz no podría negociar el armisticio que salvara su obra y Alemania. Magda se retiró mientras escuchaba el bullicio de sus hijos en las mismas habitaciones de la primera planta.

Hacia las 14:30, Hitler decidió comer. Eva, pálida y elegante, con su vestido azul de lunares blancos, medias de color humo, zapatos italianos marrones, un reloj de platino con brillantes y una pulsera de oro con una piedra verde, le acompañó hasta el comedor. Él vestía un traje negro, con calcetines y zapatos a juego; la nota de color la ponía su camisa verde claro. Eva le dejó ante la puerta del comedor y prefirió volver a sus habitaciones, pues no tenía apetito.

En aquel almuerzo postrero acompañaron al Führer las dos secretarias que habían permanecido en el búnker, Frau Traudl Junge y Frau Gerda Christian, y su cocinera vegetariana, Fräulein Manzialy. Fue un almuerzo muy frugal, muy rápido y silencioso. Comieron espaguetis con salsa, en unos pocos minutos y ninguna de las supervivientes recordaba que se hubiera dicho allí una sola palabra.

Terminado el almuerzo, Hitler regresó a sus dependencias, pero en el pasillo se encontró una nueva despedida: sus colaboradores más íntimos le dieron entonces el último adiós. Luego se retiró a sus habitaciones con Eva.

Cuando todos estaban esperando el estampido de un disparo, oyeron voces ahogadas en el pasillo. Magda Goebbels realizaba el último intento desesperado de salvar su mundo —sobre todo a sus hijos— y forcejeaba con el gigantesco Günsche, que medía casi dos metros, para entrar en el despacho de Hitler. No logró vencer la oposición del gigante, pero consiguió que transmitiera al Führer un último recado: «Dígale que hay muchas esperanzas, que es una locura suicidarse y que me permita entrar para convencerle».

Günsche penetró en la habitación. Hitler se hallaba de pie, junto a su mesa de despacho, frente al retrato de Federico II. Günsche no vio a Eva Braun, y supuso que se hallaría en el cuarto de baño, pues oyó funcionar la cisterna. Hitler respondió fríamente: «No quiero recibirla». Esas fueron las últimas palabras que se conservan de Hitler. Diez o 15 minutos más tarde, entre las 15:30 y las 16:00 horas de aquel 30 de abril de 1945, ya estaba muerto.

Se suicidó de un tiro en la cabeza, mientras rompía con los dientes una cápsula de cianuro. Eva Braun murió a su lado, tras masticar una ampolla de veneno. Salvo para un pequeño grupo de funcionarios soviéticos, el suicidio del mayor asesino de la historia fue apenas una sospecha hasta 1955, cuando por fin se conocieron públicamente en Occidente los testimonios que lo confirmaron.

El 4 de mayo de 1945, y tras una búsqueda metódica ordenada por Stalin, una unidad soviética finalmente descubrió los restos. La identificación fue posible al encontrarse radiografías de los dientes de Hitler en el gabinete de sus dentistas, así como la historia médica y una prótesis de oro de repuesto, copia exacta de la encontrada en la boca del cadáver. Todo esto fue avalado por las declaraciones de Kathe Heusermann, asistenta técnica del dentista personal de Hitler, y de Fritz Echtmann, el técnico protesista. El 9 de mayo, Stalin ya sabía que Hitler estaba ¡bien muerto!

Tras una serie de traslados para mantener oculto todo cuanto se sabía, Adolfo Hitler fue enterrado en febrero de 1946 en Magdeburgo, Alemania, en unos cuarteles del servicio de contrainteligencia soviético durante la Segunda Guerra Mundial. En abril de 1970, cuando la URSS decidió entregar las instalaciones al Gobierno de la hoy también extinta República Democrática Alemana (RDA), los restos fueron exhumados y cremados, machacados hasta ser convertidos en polvo y arrojados al río Elba. Solo la parte del cráneo de Hitler con el orificio de la bala y la mandíbula por la que logró ser identificado, se salvaron de ese destino. Se encuentran en Moscú, en el Archivo Central del Servicio Federal de Seguridad de Rusia (sucesor del KGB), y fueron expuestos al público en el año 2000.

Desenlace inevitable

La situación a la que había llegado la guerra no le ofrecía a Hitler más que dos posibilidades: entregarse al enemigo o acabar convertido en cenizas, como finalmente hizo.

La Cancillería, muy dañada, disponía de un refugio contra ataques aéreos. Tenía dos plantas de unos 20 por 11 metros; en la superior vivían el servicio, los ayudantes militares y las secretarias de Hitler, y se hallaban la cocina, el comedor, los aseos y el trastero. Cuando Berlín quedó cercado, el Führer invitó a Joseph y Magda Goebbels a que se trasladasen a su refugio con sus seis hijos. En la inferior se hallaba el piso de Hitler. Para comunicarse disponía de una instalación de radioteléfono de VHF, mediante antenas acopladas a un globo cautivo.

El búnker tenía su propio generador eléctrico y reservas de agua, de modo que nunca se vio afectado por los cortes originados por los bombardeos. Los cuartos de baño, la ventilación y la calefacción funcionaban bien, aunque la atmósfera siempre estaba demasiado cargada, la humedad era muy alta y el olor resultaba desagradable.

Pese a las medidas de seguridad tomadas, Hitler tuvo inicialmente un terror cerval a quedar enterrado en aquel subterráneo. Cada vez que sonaba la alarma aérea bajaba malhumorado y dentro de aquella estructura, que vibraba a cada explosión de las bombas, palidecía de miedo. Ese peligro, no obstante, era mayor en la superficie, de modo que a finales de febrero de 1945 comenzó a pasar las noches en el gran refugio, al que terminó acostumbrándose hasta que se estableció permanentemente allí. Hasta el 20 de abril, fecha de su último cumpleaños y del completo cerco de Berlín por los rusos, el búnker era un lugar muy frecuentado.

Hitler se acostaba muy tarde, a las tres o cuatro de la madrugada, y se levantaba también muy tarde, entre las 10:00 y las 11:00 horas. En aquella atmósfera enrarecida, en permanente compañía de sus más fieles colaboradores de última hora —Bormann y Goebbels— Hitler vivió sus dos últimos meses en un clima irreal, esperando victorias imposibles y emitiendo órdenes absurdas, que costaron millares de vidas.

 

Fuente: Tomado del libro inédito El Tercer Reich por dentro, de los autores de este trabajo.

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