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Los tentáculos del mal

Jóvenes desclasados forman pandillas que asuelan a las sociedades centroamericanas, pues son víctimas de una sociedad que los margina

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  Estos jóvenes centroamericanos reproducen con sus manos las señales que identifican a la Mara Salvatrucha. Signos de muerte en personas que apenas empiezan la vida. CENTROAMÉRICA.— Ocurrió hace cuatro años. Entramos dos periodistas y un camarógrafo a la colonia Las Mercedes. La gente nos mira con asombro. Es una zona vedada a los intrusos. En ella mandan los mareros (pandilleros) y de cualquier sitio pueden salir dos o tres de ellos con chimbas (armas de fuego fabricadas artesanalmente) y caernos a chimbazos. Pero el afán periodístico supera el miedo.

Caminamos unos 400 metros. La puerta de la casa está abierta. Previa identificación, pedimos permiso para entrar. Nos sentamos en la pequeña sala. Una joven mujer se seca el rostro lleno de lágrimas. Acaba de perder a sus dos hijos, el varón de 18 años y la hembra de 14. La historia es muy triste.

Él pertenecía a la Mara 18, una de las dos (la otra tiene por nombre Salvatrucha) agrupaciones delincuenciales juveniles existentes en Centroamérica, aunque no son exclusivas de esta región. Lo habían apresado en una redada y cumplía sanción en un centro penal. El día anterior —domingo— su joven hermana y una vecina de la misma edad fueron a visitarlo. Cuando ambas estaban en el interior de la cárcel se armó un tiroteo. Ante la confusión y con el propósito de protegerlas, el marero las entró a la celda. Desde afuera pusieron un candado en la reja, rociaron gasolina a todo y prendieron fuego. Los cuerpos incinerados no pudieron ser identificados.

No había consuelo para la madre. Ni siquiera pudo darle santa sepultura a los cuerpos de sus hijos. Solo miraba sus fotos y lloraba.

II

Ocurrió hace una semana.

En el Barrio Inglés, muy cerca del litoral atlántico, dos jóvenes entran a una casa, increpan a una muchacha de 21 años y le disparan dos balazos en el rostro ante la presencia de su pequeña hija. Se presume que estaba vinculada a la venta de cocaína.

Cada día, a cada hora, en esta parte del planeta sus habitantes y también quienes están de visita viven en un mundo signado por las amenazas y acciones de las pandillas juveniles y las drogas. Hay lugares, como la colonia Las Mercedes, a donde solo pueden entrar los que allí habitan o quienes son mareros.

A las maras se entra, pero no se sale; quien lo intenta, perece irremediablemente. Extorsionan, asesinan sin escrúpulo alguno, roban, asaltan, consumen y venden drogas..., hacen todo cuanto hay de humanamente malo. Conforman un panorama doloroso, porque en su inmensa mayoría son muy jóvenes (féminas incluidas), y víctimas de una sociedad que los margina, los mantiene empobrecidos y no les ofrece oportunidades...; solo los reprime.

III

No es —ni será— apresando y condenando a sus miembros como desaparecerán las maras. «Eso es andar por las ramas», asegura un colega que se adentró en ese mundo para realizar un trabajo de periodismo de investigación y tuvo que salir con prontitud porque fue seriamente amenazado de muerte.

Las pandillas centroamericanas tienen un componente de importación, como tantas otras facetas de la vida y hasta de la muerte en estas naciones. La Mara Salvatrucha, por ejemplo, se originó en el estado norteamericano de California a principios de la década del 80, creada por jóvenes inmigrantes. Actualmente opera en el sur de Estados Unidos, en México y en los países centroamericanos. La «18» tiene características similares; son muy pocas las diferencias.

El narcotráfico ha encontrado en ellas un caldo de cultivo esencial. Como los mareros actúan casi siempre de manera clandestina, el tráfico y venta de estupefacientes les viene como anillo al dedo, y el consumo también. Además, hacen con ello dinero fácil y seguro. Detrás del comercio se esconden verdaderos monopolios con redes increíbles y un poderío económico y logístico enorme.

Los habitantes de los países de Centroamérica ven a los pandilleros como verdaderos enviados del diablo. Persiste incluso el sentimiento inhumano en muchas personas de que deben desaparecer de forma violenta porque constituyen una plaga incontrolable. Pero esa no puede ser la solución.

«El camino tiene que estar por la materialización de programas sociales que contribuyan a reducir las desigualdades y ofrezcan oportunidades de superación y empleo a los niños y jóvenes por igual», considera el investigador Enrique Maldonado.

Algunos buenos intentos con carácter humanitario han demostrado que los mareros pueden salvarse y reintegrarse de manera útil a la sociedad. Pero los ejemplos quedan en escalas muy pequeñas, casi invisibles.

Mientras, los barrios y colonias siguen llenándose de pandilleros, y los tentáculos del mal se extienden cada vez más en las ciudades, sobre todo en las más populosas, porque como las hierbas malas, crecen vertiginosamente y, por desgracia, llegan a convertirse en incontrolables.

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