Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Elizabeth  

Mi profesora de español amaba la pelota casi tanto como al magisterio y entre adverbios y adjetivos y entramados gramaticales siempre tenía palabras para el deporte que la hacía feliz

Autor:

Eduardo Grenier Rodríguez

Por estos días en que el béisbol cubano todavía lanza lengüetas de fuego en debates acalorados y la cháchara apenas encuentra punto final en cada esquina, recuerdo con mucho cariño a mi profesora de español. Elizabeth, quien hace un par de años ya no nos acompaña en este mundo, amaba la pelota casi tanto como al magisterio y entre adverbios y adjetivos y entramados gramaticales siempre tenía palabras para el deporte que la hacía feliz. 

Nunca vi nada semejante. Su fanatismo, hoy lo sé, no encontraba parangón entre las paredes del preuniversitario. Le veía sonreír y ya sabía en lo que estaba pensando. Muchas veces la sorprendí en las tardes con su pequeño transistor negro pegado al oído, abstraída totalmente del mundo real e imbuida en un planeta de bolas, strikes, de jonrones y ponches, un planeta que amaba y en el cual sus Vegueros de Pinar del Río eran los dioses supremos, aquel equipo al que veneraba con todas sus fuerzas.

En las jornadas en que su horario apenas dejaba resquicios para el ocio, con cada casilla ocupada por un turno de clases, iba de aula en aula con un fardo de libros y tizas en una mano y el radio en la otra. Cuando el timbre estremecía las paredes de la escuela y desvanecía la atención de los estudiantes, ella sintonizaba aquel viejo artefacto para enterarse de los partidos de la Serie. Y si su humor empeoraba, el mensaje era claro: Pinar iba perdiendo.

Era innecesario hacer la pregunta. Mis compañeros hablaban de pelota en cualquier esquina y a cualquier volumen, con los argumentos más impensados. Elizabeth solía pasar por el lado de aquellos grupos, como para escuchar mejor, pero no entraba en debates. Debía mantener la distancia, aunque el tema le atraía con la fuerza de un imán. Y no pocas veces vino después, para decirme bien bajo al oído lo que pensaba.

Y me hablaba de pelota y de periodistas deportivos, del toque de bola que no debió ser y los directores que, ¡caramba!, le exacerbaban su tranquilidad con decisiones controvertidas. Valoraba las narraciones de la radio y los criterios que, a su entender, siempre iban contra Pinar del Río. ¿Sería la fatalidad geográfica?, se cuestionaba en voz alta.

Aquel fanatismo suyo, tan sano, tan vehemente, me provocó un cariño mayor hacia quien ya respetaba por sus amplios conocimientos de nuestra lengua. El día que me enteré de su muerte, con casi 200 kilómetros de distancia de por medio, sufrí en silencio y solo una cosa me vino a la mente: los Vegueros, sus Vegueros, como cualquier equipo de pelota, deberán luchar con el doble de ahínco para honrar la memoria de aquellos que ya no están y a los que su éxito les hubiera alegrado la vida.

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