¿Puede el fútbol regalar más poesía que aquella que brota de un botín? ¿Puede, acaso, trascender su belleza de un sombrero, un caño, una elástica? ¿Podía aquel famoso gol de Maradona en el 86 llenar tanto la vista de un loco enfermo del juego más allá de aquella imagen perfecta, casi patética de un «pelotudo argentino» destrozando a los ingleses con regates?
¿Conseguiría algo impresionar más que la pelota cosida a su zurda, a la zurda del único Dios en que hemos creído los ateos, el Dios cuya procesión duró solo 10,6 segundos?
10,6 segundos. Leo la crónica de Hernán Casciari y lloro. Recuerdo al Azteca enloquecido, quebrantado por semejante anomalía, pero las letras lo superan. Me siento culpable. ¿Estaré loco? En mi sano juicio, jamás cambiaría la octava maravilla del mundo por unas líneas de verborrea.
No, no estoy loco. Leo otra vez y vuelvo al inicio, como si pusiera la jugada en replay, y la disfruto, saboreo cada letra, me pregunto cómo rayos lo hizo. La crónica es soberbia, casi tanto como… Mejor no comparar. Leo y escucho también a Víctor Hugo, otro maestro, consiguiendo su más grande narración en el momento clave. Diego es Dios. Casciari y Víctor Hugo, sus escultores.
El fútbol tiene esas cosas. Los héroes van siempre de corto, orondos, sorteando los estorbos y listos para sorprender, para improvisar, para aplacar con la sensación de un gol los problemas de la vida real.
Los antihéroes (¿por qué no?) andan en silencio, escurridos entre el gentío, micrófono en mano, con el boli y la agenda listos para narrar con las manos y la voz las gestas de aquellos de pies afortunados. Los antihéroes cuentan el fútbol como si este fuera fantasía, y enamoran a la gente.
No hay domingo en que me pierda un gol ni lunes en que no pasen por mi vida las historias de tantos poetas, las jugadas construidas con plumas y teclados; el fútbol visto por los ojos del frustrado incapaz de hilvanar dos dominios seguidos al balón que vuelca su pasión sobre el papel en blanco.
Y no sería nunca el Atlético lo mismo sin Patricia Cazón o Uría, ni Pep Guardiola el mítico «Her Pep» sin Balague, Besa o Perarnau, el Calcio fuera siempre una liga espectacular, pero tristemente huérfana de los relatos de Enric González, aquel que describió como nadie la «cuestión de fe» que lo ata al Espanyol desde chico.
Y ratifico una vez más que el fútbol a medias no me gusta nada. Lo detesto. Me hipnotiza tanto al sol como a la sombra. Idolatro tanto a Galeano como a Pirlo. Lo vivo tanto los domingos, a pie de cancha o desde la lejanía del televisor, como el lunes, periódico en mano, bebiendo un sorbo de café mientras devoro la obra de aquellos dilectos colegas que alguna vez, en un alarde de engreimiento tremendamente ridículo, he pretendido alcanzar.