José Lezama Lima fotografiado en 1970. Foto: Iván Cañas Autor: AFP Publicado: 22/12/2020 | 09:32 pm
Ciento diez años al día de su nacimiento solo enaltecen la deuda, profunda y colosal, de la cultura cubana con José Lezama Lima, hito póstumo de las letras hispanas. El hombre irracional, libre y recluso, incomprendido o mal comprendido, legó a pulso de barroquismo una «literatura aparte».
Su estética obsesiva y una profusión irrepetible para metamorfosear las realidades, redimensionan la connotación de su herencia y hacen de lo «lezamiano» algo más que un nombramiento a lo referido en sus textos.
Hijo de un coronel de artillería, Lezama, para honra de los cubanos, nació habanero en el campamento militar de Columbia, el 19 de diciembre de 1910. Llevó la vida que pudo, entre pérdidas, encuentros y una entrega descomedida a la pasión de los libros.
Fue abogado de título y oficio, activista político contra la dictadura de Machado, funcionario del Ministerio de Educación, fundador de las revistas Verbum, Espuela de Plata, Nadie Parecía y Orígenes, investigador, asesor literario; pero sobre todas las cosas, fue un transgresor. Sus poemarios: Muerte a Narciso, Enemigo rumor, Aventuras sigilosas, La fijeza y Dador, develan una corriente expresiva sin precedentes, que los consagra a lo mejor de la poesía continental de todas las épocas.
Sin embargo, fue con la novela Paradiso que Lezama encontró el reconocimiento de populares autores de la literatura latinoamericana. Sobre ella Julio Cortázar, advirtió: «Una obra así no se lee; se la consulta, se avanza por ella línea a línea, jugo a jugo, en una participación intelectual y sensible tan tensa y vehemente como la que desde esas líneas y esos jugos nos busca y nos revela».
Para el escritor argentino los textos de Lima igualaban las mejores líneas de Jorge Luis Borges, pero necesitaban reivindicación frente a una crítica que los miraba con prejuicios. Por eso, en su ensayo Para llegar a Lezama, expresó: «Pobre de aquel que quiera viajar por Paradiso como viajaría por el libro del mes, por esa apremiante televisión en la pantalla de papel de las novelas usuales». Cortázar no solo redefine un nuevo tipo de lectura, sino que reluce la ausencia de un lector diagonal capaz de responder a este nuevo tipo de literatura.
Eco de tal apreciación, el mexicano Octavio Paz también distingue las maneras del autor cubano al describir de su prosa «un mundo de signos ―rumores que se configuran en significaciones, archipiélagos del sentido que se hace y deshace― el mundo lento del vértigo que gira en torno a ese punto intocable que está ante la creación y la destrucción del lenguaje, ese punto que es el corazón, el núcleo del idioma».
En el contexto insular recibió la admiración de colegas y amigos como Cintio Vitier, Eliseo Diego, Virgilio Piñera y O. Smith, además del también poeta y sacerdote español Ángel Gaztelu. Disfrutó del afecto y el respeto de otros grandes como Miguel Barnet, quien, desde la humildad y el encantamiento, confesó: «Encontrarme entonces con una obra como la suya significó para mí el descubrimiento de algo completamente nuevo, algo que poseía la calidad de lo esotérico, de lo raro. Lezama representaba el asombro, la perplejidad; pero también lo suave, lo profundo».
Más allá de la creación vasta y los halagos precisos, Lezama no vivió la literatura desde la repercusión pública, ni la ovación popular. Tampoco lo necesitó, como no necesitó justificaciones para ser y escribir, desde una autenticidad inconfundible.
Y aunque comenzó a envejecer el día en que perdió a su madre, murió 12 años después, el 9 de agosto de 1976, en una obesidad que lo llevó al ostracismo. Pleno en su hermeticidad literaria, desde una dimensión recabada a sudor de placer y humo de tabaco. Dejó mucho más que su obra inmensa y el Oppiano Licario de una novela inconclusa, dejó el espíritu, la incitación a la vida, la cena opulenta, el goce y la tertulia insaciable.