Darryl Taylor protagonizó el programa A love letter from a brother. Autor: Iván Soca Publicado: 21/09/2017 | 06:39 pm
Son hombres con voces femeninas. Su registro se sitúa entre el tenor (aunque más agudo) y la contralto (pero menos grave) y se ha desarrollado con fuerza desde la segunda mitad del pasado siglo.
Lo cierto es que esa expresión común, y sin embargo tan poco comprobable para cuando alguien nos hechiza con su vocalización —«canta como los ángeles»— podría aplicarse sin duda alguna a estos cantantes que ahora, en La Habana, celebraron un Festival internacional siguiendo la convocatoria del maestro Leo Brouwer y su diligente oficina, con producción general y dirección de Isabelle Hernández.
Nos fue imposible verlo todo, pero lo degustado (que no fue poco) demostró un nivel considerable, sin olvidar las jornadas teóricas (conferencias, clases magistrales, ciclos de video) que complementaron las propiamente musicales.
La inauguración (Humor con clase, Mozart 260), tal refiere su nombre, rindió homenaje al genio salzburgués en este aniversario cerrado de nacimiento; lo hizo mediante un inmenso reto: mezclar la comicidad con la música y no cualquiera, sino el sinfonismo más la interpretación de los protagonistas en el certamen, como era de esperar.
En términos generales resultó un espectáculo disfrutable, con un certero enfoque posmoderno donde se quebraron los tabúes divisorios entre baja y alta cultura(s) y donde se demostró que también con las más elevadas zonas del pentagrama puede hacerse reír sin acudir a chabacanerías ni vulgaridades, todo lo contrario.
Sin embargo, a nivel de puesta, Humor… no mantuvo siempre el equilibrio: se apreció a veces anarquía en la sucesión de sketchs, y otras, la presencia de tres animadores/actores en escena aterrizaba en redundancias y atropellos del guion.
Por demás los contratenores representados, la soprano Laura de Mare, los músicos de la Orquesta de Cámara de La Habana, los cómicos y actores convocados y el propio maestro Leo lograron armar escenas simpáticas e ingeniosas, combinadas con música de altura.
Trasladarse al teatro Martí implica siempre un placer; el hermoso y climatizado recinto, desde su arquitectura y su decoración, con vibraciones siempre positivas dentro del lunetario y la escena convierten cada función, al margen de las calidades intrínsecas de las ofertas artísticas, en experiencias inolvidables.
Así resultaron varias de las noches que siguieron a la apertura del evento; llevando consigo también al divino Amadeus junto a su colega, Nicola Porpora (1686-1768), de Nápoles, el contratenor polaco Artur Stefanowicz se las vio con un repertorio tan difícil como exquisito: desde varias de las 12 cantatas para alto, violín y bajo continuo, o la que prescinde del cordófono pero detenta igual nivel de complejidad y belleza en el caso del primero, hasta algún Divertimento y arias de la ópera Apollo y Huacinthus (Mozart), el cantante descolló con su hermoso timbre y su cabal sentido interpretativo, capaz de colocar notas y pausas vocales en su justo sitio.
Destacados instrumentistas miembros de la Sinfónica del Instituto Superior de Arte, adjunta al Liceum Mozartiano de La Habana, lo respaldaron desde un indiscutible virtuosismo, que también se vertió en momentos donde se prescindía de la voz para atacar allegros y andantes de recordada ejecución.
Momentos no menos antologables lo constituyeron, la noche siguiente, los Dúos de amor del alemán-universal Händel, en los que al canadiense Daniel Taylor se unió la soprano ruso-norteamericana Yulia Van Doren.
La sutileza armónica y melódica del gran músico llegó plena en los complementados timbres de ambos líricos (en el caso de él, dotado además de no pocos recursos histriónicos que despliega en escena enriqueciendo su actuación; en el de ella, dueña de una paz que corona lo cristalino de su color). Ambos, seguidos por el competente Steven Philcox (Canadá) al piano, alcanzaron cimas poéticas y musicales.
Uno de los más ilustres invitados se presentó el lunes: el español Xavier Sabata, quien regaló un esmerado repertorio italiano (Caccini, Fescobaldi, Bononcini…) sin olvidar al propio Händel y a un anónimo de su tierra del siglo XVII.
Con che suavitá —como se tituló el concierto— asumió y proyectó el contratenor las piezas y autores seleccionados, en particular los clásicos de la escuela italiana: Sabata no solo encanta con su timbre privilegiado, sino con sus certeras modulaciones que revelan una exacta apropiación del espíritu y la letra. El pianista francés Ronan Khalil y nuestro coterráneo Alejandro Martínez (ese joven chelista que ha devenido suceso en su especialidad) fueron más que dignos acompañantes.
Darryl Taylor protagonizó el programa A love letter from a brother (Una carta de amor de un hermano) sobre la base de importantes compositores de su país, Estados Unidos: Laitman, Owens y Gershwin; por cierto que en este último, como se sabe paradigma de la ópera contemporánea, la canción y el music hall a principios del siglo pasado el acompañante del intérprete al piano, Yanner Rascón no solo le respaldó de maravilla durante todo el concierto sino que brilló con luz propia en las difíciles y hermosas Variaciones concebidas por Earl Wild sobre el estándar Someone to Watch over me, así como en otro clásico del maestro: The man I loved.
Volviendo a Taylor, este no solo es dueño de una aguda y bellísima voz sino de una expresividad que complementa aquella escénicamente, como demostró aquí, sobre todo, en los negros spirituals con que engalanó la segunda parte de su recital.
Fueron no pocas las sorpresas en este festival de esas especiales voces líricas que por esta semana engalanaron las tardes y noches capitalinas, pero el tirano espacio siempre impide reseñarlo todo; sin embargo, con lo valorado aquí supongo a nadie quedará duda: se trata de un importante evento que esperamos continúe, crezca y se perfeccione para deleite de todos los melómanos.