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Victoria para el musical

Celebrando su 75 aniversario, el Teatro América presenta una versión del musical Víctor Victoria

Autor:

Frank Padrón

Conmemorando el 75 aniversario del Teatro América subió a su escenario una versión de Víctor Victoria, el famoso musical de Mancini, Bricusse y Wildhorn estrenado en Broadway tras el suceso que constituyó en 1978 el filme del prestigioso Blake Edwards, con el protagónico de su esposa, Julie Andrews, quien 17 años después lo llevaría de nuevo a las tablas neoyorquinas.

De entonces acá han llovido nada menos que 734 representaciones que han desbordado el territorio norteamericano para anclar en España y América Latina con semejante suceso.

Es algo destacable que con espectáculos como este, el teatro América se reconcilie con un género que durante los primeros años fue habitual en su escenario.

En versión y puesta de Raúl de la Rosa (quien no incursiona por primera vez en  este tipo de espectáculo: hace unos años homenajeó a Jerry Herman, otro gran nombre de Broadway), Víctor Victoria es una obra que cobra gran actualidad cuando se acrecienta la lucha por la autenticidad, el respeto a la identidad de género y a las minorías (cada vez mayores, valga la paradoja) que se apartan del canon heteronormativo.

La historia de la soprano inglesa que en el París de los años 30 debe fingirse transformista para poder introducirse en los clubes nocturnos, gracias a la complicidad de un animador gay, conecta con casos muy cercanos y mucho más graves (como el de Enriqueta Faber, la médico cubana que asumió identidad masculina para ejercer una profesión entonces prohibida a las mujeres), y aunque en nuestros días resulta innecesario este tipo de doble travestismo, la obra resulta, como decía, muy vigente en su reclamo por la asunción de la verdadera personalidad, de la esencia humana y el amor por encima de las orientaciones sexuales, para tan solo validarse en lo que de sentimiento grande, autóctono, tiene.

En la puesta, ágil y dinámica al punto de que apenas se sienten las dos horas de duración, sobresalen el vestuario (Armando Rubio) y la escenografía (Pedro Luis Matos): el primero porque constituye un elemento definitorio de las identidades en la mayoría de los personajes; y la segunda no solo por colorida y exuberante, sino también por su funcional movimiento y capacidad para reproducir diversos espacios.

Otro mérito son las coreografías a cargo de Carlos Javier Pereira, quien apoyado en gráciles y competentes bailarines proyecta la joie de vivre y la fuerza en la defensa de ciertos derechos e ideas que mueven el relato, también legitimados en las canciones, por lo general portadoras de arreglos sencillos y modernos, pero algunos de cuyos mensajes, sin embargo, en los traslados al español, pecan de enfáticos o redundantes, como quiera que recrean situaciones que ya la trama desarrolla de manera amplia.

Hablando de esto, lo específicamente dramático, todo aquello que sale del baile o la música, es algo que puede y debe someterse a ciertos ajustes; a veces se aprecian concesiones (como la escena donde se reproduce la riña entre Norma Cassidy y Squash, demasiada proclive al humor fácil) mientras determinada gesticulación o actitudes de actores que asumen personajes gay saben demasiado a esa afectación que roza el estereotipo. Y esto debe tomarse doblemente en cuenta dentro de una obra que justo lucha por acribillar prejuicios y clichés de ese tipo.

Las actuaciones son un capítulo amplio y diverso, y deben disculparme entonces los elencos que no pude apreciar. Con ilustres precedentes en el personaje (no solo la Andrews o la Minelli en inglés, sino Daniela Romo o Paloma San Basilio en español), Gretel Cazón asume un protagónico notable, tanto aportando sus indudables dotes interpretativas como histriónicas; el Toddy de Marcos «El Pío» Medina derrocha simpatía, de modo que solo resta al actor limar algunos excesos en futuros montajes.

El riesgo de invitar a figuras que encarnan tipos reconocidos en sus labores habituales funciona a veces, como en el caso del conductor y cantante Leo Garrido (Squash); no así en el de la destacada cómica Carmita Ruiz (Norma), la cual, pese a evidentes esfuerzos, no logra salirse de su conocido rol humorístico.

Otras veces una respetable tesitura (la de Saeed Mohamed, quien asume a King Marchand) no se corresponde con facilidades actorales, por lo cual debe insistirse mucho más con estos cantantes, algo que sobrepasa la cantidad de funciones que están sobre los hombros de Raúl de la Rosa, quien no debe dudar en acudir a un experto en dirección actoral para futuras presentaciones de este u otros espectáculos.

De cualquier manera, Victor Victoria se presenta como un acertado montaje que nos afirma en un género del que tenemos gran tradición y aceptación, y en el cual debemos, por tanto, continuar trabajando. El América, en sus flamantes 75 años, podría seguir siendo una entusiasta sede que preste su escenario para tan loable misión.

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