La música resulta todo un protagonista de Los machos… por sus bellas canciones e instrumentales que ejecutan en vivo. Autor: Cortesía de la compañía Publicado: 21/09/2017 | 05:42 pm
La puesta de Los machos llorones, de Teatro Spirale, que se pudo apreciar recientemente en el Trianón y en el Centro Cultural El Mejunje, de Villa Clara, fue la oportunidad de disfrutar de una propuesta escénica audaz y enriquecedora.
El colectivo nos acerca a un conglomerado de seis novelas escritas por el destacado autor martiniquense Antonio Emilio Leite, más conocido como Mia Couto (de quien Arte y Literatura ha publicado su obra El balcón del frangipani), entre ellas la que genéricamente presta su título a la pieza.
Bajo la dirección del suizo Patrick Mohr, Los machos… es una suerte de «ópera trova», al estilo de aquella que en los 80 concibió el bardo Angelito Quintero, solo que esta vez el entretejido escénico de canciones y segmentos hablados implica una mayor complejidad artística, así como la entrega exigida a los histriones en su perenne desdoblamiento y alternancia, no solo de roles, sino de funciones (músicos/ actores/narradores).
El resultado es un experimento artístico que, sin perder su condición de collage textual y escénico, proyecta una coherencia y una organicidad admirables tanto por su creativo empleo del espacio como por su explotación minimal de elementales recursos escenográficos en función de un discurso frondoso y multisémico, que articula los segmentos novelísticos con sólida perspectiva teatral.
En ello tiene una responsabilidad extrema el vuelo literario que devela el hipertexto de Mohr, un escritor al que asiste en todo momento la más depurada poesía, cuando aborda temas tan complejos y actuales como la violencia de género e infantil, el falocentrismo (satirizado, como se ve, desde el propio título), la telenovela como sucedáneo de soledades profundas y a veces irreversibles, el desamparo en la vejez y siempre, antes y después, la marginalidad que, de tantos rostros y voces, no tiene ninguno, y por ello insiste en conferírselo, como significa el mudo, protagonista final de La falda almarrugada, quien desde su lenguaje singular también relata y se expresa.
La música resulta todo un protagonista de Los machos…, no solo por las hermosas canciones que los actores y músicos interpretan complementando lo hablado, sino por los segmentos instrumentales que también ejecutan en vivo, básicamente a guitarra y alguna percusión menor, lo cual va hilando el ambiente de narración oral que tanto abunda en la obra —deudora de la tradición del griot africano— como quiera que se trata de hombres en el bar contando esas historias que se van corporeizando y creciendo escénicamente.
A pesar de que el espectro temático es amplio, Mia Couto parece insistir en que la sentimentalidad y lo frágil, lo blando del ser humano que se traduce en lágrimas (porque «en el llanto se materializan dos viajes: el de la lágrima hacia la luz, y el del hombre hacia una mayor humanidad») carece de géneros; el lloro atribuible a la mujer no es en absoluto patrimonio suyo, por ello los cuentos de esos narradores ante una botella empiezan siendo humorísticos y terminan en los más desgarradores dramas.
Patrick Mohr ha entendido muy bien esto, de ahí que los actores cambien frecuentemente de roles: lo masculino/femenino alterna, se funde, se disuelve y retoma, no siguiendo una moda con frecuencia injustificada a la que tiende la escena cubana últimamente, sino procurando una esencia ontológica que respira la escritura de principio a fin.
Y los actores y trovadores responden a ello con una ductilidad y una energía apreciables, más allá de las barbas postizas y reales, que acaso son un guiño a ciertos estereotipos genéricos de los que constantemente se está burlando la puesta; una nómina literalmente internacional —e interprovincial— asume durante casi dos horas los muchos personajes que desfilan por el escenario, recordándonos también el carácter universal de los conflictos que representan: cubanos que viven en Suiza o que de allí han venido, como el director; se trate de una senegalesa, matanceros, habaneros o de Villa Clara, en escena solo hay hombres y mujeres prestando sus voces y gestos a otros tantos congéneres de cualquier lar.
Amanda Cepero (La extranjera) vuelve a demostrar tanto su garra histriónica como sus potencialidades vocales, que pasean del registro medio al grave con soltura y destreza. Cathy Sarr e Iyaima Martínez conforman con ella una tríada madura y sólida.
Jorge Enrique Caballero aplica a su mudo toda la fuerza gestual y mímica que suple admirablemente su simbólica ausencia de voz; los músicos y cantantes Lien Rodríguez, Rey Pantoja y Roly Berrío no solo asumen los importantes segmentos musicales con gracia y conocimiento de causa, sino que no desentonan en lo propiamente actoral.
Sin embargo, la dirección debe reforzar el desempeño del jovencito Yandi González, quien no solo dice sus parlamentos demasiado rápido sino que mal pronuncia ciertos infinitivos mediante el habitual error de sustituir erres por eles («querel», «soñal»…), sobre todo teniendo en cuenta que interpreta nada menos que a un poeta.
Por otra parte, hay escenas donde las luces de Michel Faure, generalmente atinadas, pudieran contribuir con mayor imaginación al diseño de estados anímicos y temporales.
Los machos llorones es un feliz acontecimiento en la temporada teatral de fin de año, aunque clasifica entre lo más notable dentro de estos 12 meses que ya van finalizando. Ojalá Teatro Spirale se decida a estrenar entre nosotros con frecuencia aún mayor.