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Camagüey a bordo del encanto

Variadas propuestas escénicas, presentación de publicaciones, conciertos, muestras cinematográficas y exposiciones centran las jornadas del Festival Nacional de Teatro en esta ciudad

Autor:

José Luis Estrada Betancourt

EN estos momentos, Camagüey debe ser la ciudad más envidiada de Cuba, y lo entiendo. Ciertamente así viene ocurriendo desde que se fundara en la tierra de la Tula el Festival Nacional de Teatro. Y es que en ninguna parte se hace posible hallar, al mismo y en apretado tiempo, las puestas en escena más celebradas de la Isla, al punto de que resulte tan complejo elegir qué se verá finalmente.

A uno se le gastan las piernas en este ir y venir por las salas teatrales, olvidando la queja persistente de los pies que llegan a endiablarse con el espíritu, que pide más y más (¡cuánto he añorado en estos días una de esas fatigosas guagüitas Girón!). Por suerte, incluso estos se relajan cuando encuentran en su camino una propuesta como Gente de barro, de D’Morón Teatro.

Hay tanto profesionalidad en esa compañía avileña, que hasta mis extenuadas extremidades se contagian con la procesión popular que no consigue escapar del asombro con las llamativas estatuas vivientes que invaden las plazas, inspiradas en personas tan habituales y a veces invisibles, como esas que se detienen a interactuar con actores, sin dudas, muy bien entrenados. Y es cuando los transeúntes quedan paralizados y se convierten en los verdaderos protagonistas de esta imaginativa representación de teatro callejero, dirigida por Orlando Concepción González.

Ojalá quienes han tenido la inolvidable vivencia de descubrir la magia que también pueden ofrecer la conjunción del común barro con un, en apariencia, simple juego teatral, quedaran enganchados para decidirse a salir en la búsqueda de otras muchas propuestas escénicas, presentaciones de publicaciones, conciertos y muestras cinematográficas, exposiciones (al estilo de Siluetas de la historia, artesanía del corte, de Nieves Lafferté; Puro teatro, el cartel en el teatro santiaguero, de Damián Rabilero; y Máscaras en busca de un autor, de Vito Giorgio), que invaden la ciudad. Pero si no fuera así, estoy convencido de que, de cualquier modo, después de ponerles fin a las interminables fotos, de intentar igualar la delicadeza de la bailarina, de posar para el retrato que resultará de la paleta del pintor... ya estarán poseídos por un hechizo que les aliviará la rutina diaria. Y eso ya es bastante.

Claro, luego quizá se quejen por haber privado a los pequeños de poblar su imaginación con piezas como Mowgli, el mordido por los lobos (Teatro La Proa, La Habana) y Los pícaros burlados (Guiñol Los Zahoríes, Las Tunas).

Tomando como base un clásico como El libro de la selva, de Rudyard Kiplin, Erduyn Maza concibió Mowgli..., una obra que atrapa de inmediato por el tratamiento escénico, por la destreza en el manejo de las más disímiles técnicas titiriteras, por el diseño de los muñecos y la música, por la atmósfera y la frescura que le imprimen los actores (a Maza se unen Arneldy Cejas y Kenia Rodríguez) a esta universal historia.

A diferencia de Mowgli..., que posee un entramado escénico mucho más complejo, Los pícaros burlados distingue por la seductora sencillez de su puesta en escena. Con más de cuatro décadas de existencia, el estilo que caracteriza a la reconocida agrupación tunera es defendido por muy jóvenes actores. En este caso, Damaris Pacheco y Armando Mora se encargan de presentar, respectivamente, Donde hay hombres no hay fantasmas (a partir de La calle de los fantasmas) y Chímpete, chámpata, piezas del notable Javier Villafañe, con las cuales conforman la primera y segunda parte del agradecido espectáculo.

Pareciera que la novel actriz Damaris Pacheco llevara toda una existencia curtiéndose en las tablas, por el oficio con que dota de vida, expresividad y gracia a los imaginativos muñecos articulados (marotes y pupi) realizados por Yaqui Saíz y Grechen González. Mora, por su parte, evoca con su admirable actuación a los antiguos juglares capaces de atraer la atención total del público con solo su presencia y abundante simpatía.

Rompiendo reglas en la manipulación de títeres y transformando su cuerpo cubierto por una capa negra en un superfuncional retablo, Mora consigue comunicarse con el auditorio lo mismo ubicándose de espaldas a este, que tendiéndose en el tabloncillo. Su probado histrionismo le permite interactuar orgánicamente con el magnífico guitarrista Alfonso Andrés Ávila, encargado de la música que se interpreta en vivo y que de manera original complementa la propuesta; a la vez que contagia a la platea que participa entusiasmada.

Igual embrujo ejerce en el auditorio María Teresa Pina, quien ha logrado entregar una visión muy personal de esa diva de la canción cubana llamada La Lupe en La gran tirana, valiosa oferta de Trotamundo, bajo las órdenes de Verónica Lynn. Con un personaje tan jugoso, la Pina corría el riesgo de caer en la mera imitación, y hasta en la caricatura, pero su notable inteligencia como actriz le posibilitó diseñar un papel que convence por su extraordinaria humanidad.

María Teresa borda a la afamada y explosiva cantante santiaguera al punto de que quienes no tuvimos la suerte de conocerla no imaginamos que pudiera conducirse y comportarse de otra manera; la dota de tantos matices, la hace tan creíble que resulta imposible no emocionarse, entender a esa mujer que no podía ser de otro modo. A pesar de que dobla las canciones con precisión, nos hubiese encantado verla interpretar con su hermosa voz —tan próxima en el timbre a la de la intérprete de Qué te pedí— algunos de los temas que inmortalizaron a esa grande, pero de cualquier manera se agradece infinitamente este sensible viaje a la memoria.

Así, entre pieza y pieza Camagüey no descansa. Está, como diría el trovador, a bordo del encanto, al cual no escapa este cronista que pone punto final a estas líneas porque las Narices de Teatro Tuyo lo esperan.

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