En casa de mi abuelo había un librero misterioso: era una estantería empotrada en la pared y con una puerta que no me permitían abrir. Adentro se alineaban colecciones de una época inmemorial: Alejandro Dumas (padre), Víctor Hugo, María Antonieta y Fouché, de Stefan Sweig, y hasta las aventuras de Pimpinela escarlata fabricadas por la Baronesa de D’Orczy. No puedo olvidar que cierto día de mi adolescencia, cuando me dieron oficialmente permiso para tomar libros de allí y leerlos, coincidió justamente con la llegada a mi casa de un vecinito con el que yo siempre había querido jugar, porque tenía la colección de disfraces más notable de la zona. Vino a buscarme y, por un instante, yo debí hacer una complicada elección: demorar hasta el día siguiente la apertura del famoso librero o renunciar al esperado juego. La avidez por aquellos libros triunfó y esa decisión cambió mi vida. Recuerdo que por primera vez pude abrir sin sigilos aquella chirriante puerta de madera y extraer la edición Sopena de La condesa de Charny, de Dumas: ante mis ojos comenzaron a desfilar los ejércitos revolucionarios de Francia al son de La Marsellesa, acompañé a la familia real en su huida atribulada y vi levantarse la guillotina, cuya implacable cuchilla me llegó a salpicar de una sangre casi azul. Descubrí que el mejor juego de trajes era la lectura.
Para mí, ser escritor, fue —y sigue siendo— un imperativo del lector que llevo adentro: escribo los libros que no encuentro y quisiera leer. Y lo hago con la perfecta conciencia de los textos que he leído antes. Cuando compongo una línea de verso o un párrafo, pesan sobre mi mano todos los autores que han pasado alguna vez bajo mi vista, desde Homero hasta la Biblia, desde T.S. Elliot hasta Carpentier. Quizá por eso no comprendo a los escritores sin libros, a esos que afirman que todo lo aprenden de la vivencia cotidiana y se ofenden si les preguntas por su biblioteca. Siempre acaban citando a Rimbaud, pero aquel era un caso excepcional y jamás se me ha ocurrido emularle, entre otras cosas porque me interesan mucho más Mallarmé y Valéry, que eran grandes e innovadores y no hacían ascos a las bibliotecas.
Para mí leer es descifrar y disfrutar. Es un placer como el de comer, que no se agota en la simple voluntad de nutrición, sino que es refinamiento, paladeo, cultura —aunque digan otra cosa los partidarios de la macrobiótica—. En cada época de la vida se lee de modo diferente: en la juventud más temprana devoramos cuanto hallamos, es un tiempo decisivo: allí van a acuñarse nuestras preferencias y aversiones; luego viene una etapa más reposada y selectiva, vamos marcando límites. Cuando se aproxima la edad tardía leemos menos, pero comprendemos más; es la hora de releer y demorarse en esa página de Sófocles, de Lezama o de María Zambrano, para extraer toda su savia nutricia.
Ciertas lecturas forman parte esencial de mi biografía: ¿Cómo olvidar la primera vez que tuve entre mis manos una modestísima edición de Alicia en el país de las maravillas que cuando se deterioró de tanto manoseo sustituí por otra y así sucesivamente hasta hoy, porque soy un lector compulsivo del libro de Carroll, del que sigo aprendiendo cosas? ¿Podría acaso desligarme de aquellas sesiones de lectura en la Biblioteca Provincial de Camagüey cuando no cesaba de repasar la Órbita de José Lezama Lima, que por entonces —1973— no se prestaba porque era libro en entredicho? ¿Qué suceso vital pudiera ser más notable en mi medio siglo de existencia que el abrir las páginas amarillentas de El reino de este mundo o sumergirme en un ejemplar, comprado en la calle, de los versos de San Juan de la Cruz?
Quizá algún día deje de escribir; lo que no creo que pueda hacer es dejar de leer. Nada me da tanta sensación de vida como dialogar con un buen autor —aunque mi parte del diálogo se disuelva en el aire y sea la suya la que perdure en lo impreso.
Hacia los 12 años recibí por herencia una biblioteca. Era una colección en 27 gruesos tomos, llamada Biblioteca Mundial de Obras Famosas, la más ambiciosa y descomunal antología que he conocido, preparada por un comité internacional del que formaban parte Enrique José Varona y José Enrique Rodó. Era un conjunto de fragmentos que iban desde el Gilgamesh y la Ilíada hasta los modernistas: Casal, Martí, Darío... Descubrí, casi a la vez, los versos solemnes de la Atalía de Racine y los aéreos de Gutiérrez Nájera, así como páginas de Platón, Goethe, Tolstoi, todo fragmentado... He necesitado el resto de mi existencia para ir completando las incitaciones y desafíos de aquella Biblioteca que todavía me acompaña.
Quizá deba cerrar estas páginas con una confesión: no me atraen las novedades. El mercado editorial ofrece demasiadas y muchas nacen ya muertas. Solo por accidente he leído a Dan Brown o a Pérez Reverte. Estoy ya por la época en que se prefiere a los clásicos, como se elige un buen vino añejo en vez de un tempranillo. Claro, esos clásicos pueden llamarse Quevedo, Martí, Rilke, Alberti o... Roland Barthes. No creo en modas ni en bestsellers. Cuando me hablan de un libro que se ha vendido mucho y que todos se arrebatan me pregunto cuántas tonterías debe contener y vuelvo a abrir algún drama de Calderón.
*Poeta y ensayista cubano.