Foto: Angelito Baldrich
Descifrar el alfabeto no equivale a saber leer. La práctica real de la lectura, informativa o literaria, requiere un largo entrenamiento, un verdadero proceso de iniciación. Hay métodos para alcanzar agilidad en la captación de la idea central de un texto y para localizar en instantes el dato requerido. Pero la lectura literaria es otra cosa. No exige velocidad, sino inmersión profunda en una atmósfera densa, cargada de sugerencias. La literatura no se enseña al modo de la historia o de la física, no se aprende a través de manuales contentivos de clasificaciones, datos biográficos o referencias contextuales, a pesar de lo necesarios que puedan resultar para el estudioso. Nada sustituye el contacto directo con la palabra del escritor. Por eso, Camila Henríquez Ureña dedicaba buena parte de sus clases a leer en voz alta pasajes de obras mayores que luego habría de comentar. La suya, desde luego, no era una lectura inocente. Ajena a efectos declamatorios, la sutileza de la entonación, las pausas y los imperceptibles subrayados, implicaban un modo de interpretar lo leído. Cultura, sensibilidad, inteligencia intervienen en la capacidad de transformar el desciframiento de las letras en aventura del descubrimiento, en disfrute y vivencia. Es un aprendizaje que acompaña y enriquece la existencia toda, pero cada edad de la vida tiene sus exigencias específicas.Según Eliseo Diego, con el «érase una vez» de los cuentos para niños se abre el telón hacia un mundo otro donde, al cabo de muchas peripecias, los personajes terminan viviendo muchos años y siendo muy felices. En sitio y tiempo indeterminados, se entra en el espacio de la imaginación, rotas las fronteras entre fantasía y realidad. Porque los niños padecen angustia y soledad, encuentran compañía y respuestas a sus inquietudes en ese universo forjado al margen de la cotidianeidad.
Se lee con el ojo, sobre todo en la infancia. Recuerdo todavía las hermosas capitulares de mi edición de los cuentos de Perrault, la expresión pícara del gato con botas y el cuarto sangriento de Barba Azul. Se lee también con la oreja para el disfrute sonoro de la palabra nueva, para seguir el ritmo del verso y la respiración profunda de la prosa. Ojo y oreja invitan a la lectura reflexiva del patico feo y del rey desnudo. Por esas vías, vamos definiendo la raíz profunda del ser y del existir.
En los días ya lejanos de mi escuela primaria, una asignatura llamada Lenguaje disponía de manuales preparados por Carlos de la Torre y Alfredo M. Aguayo. A través de selecciones de pasajes en prosa y de poesía, empezamos a fundar allí la memoria del país. Fue posiblemente en esas páginas donde Camilo Cienfuegos aprendió los versos de Bonifacio Byrne evocados en su último discurso. Con ese propósito y para esa edad temprana se escribió La Edad de Oro. No había llegado a la adolescencia cuando recibí el impacto decisivo del Presidio político en Cuba, testimonio arrasador de una juventud cercenada.
Cada edad tiene sus lecturas y, sobre todo, su modo de leer. En la infancia domina el despertar de la imaginación. En la adolescencia prevalecen la tentación de la aventura y la incertidumbre del yo.
Con el andar de la edad madura, la memoria enriquece lo percibido a través del ojo y de la oreja. La lectura literaria se ha convertido entonces en experiencia de vida, tan importante como los acontecimientos de nuestra existencia cotidiana. La letra se carga de resonancias, de asociaciones. En ese proceso, el lector cómplice construye su propio texto. La palabra original del escritor se abre hacia múltiples posibilidades. En ese ámbito se produce el ejercicio supremo de la libertad, una plenitud del ser en el reconocimiento de sí, del sentido profundo de la vida, del destino propio y del vínculo con un mundo, hecho de naturaleza, cultura y sociedad.
Conducida por un maestro, la iniciación a la literatura, lejos de cualquier autoritarismo, debe resultar dialógica. Ninguna clave explica la totalidad del Quijote. Los procedimientos auxiliares, referencias al contexto, a la historicidad y génesis de la obra, el conjunto sofisticado de herramientas de análisis no pueden traducirse en simplificaciones reduccionistas. Deben, en cambio, contribuir al despertar de la aventura del descubrimiento de la complejidad. Porque ese indeterminado «lugar de la Mancha» es el sitio donde todos nos encontramos.