A nadie se le ocurriría negar, a estas alturas del predominio universal de la imagen electrónica, que la televisión puede ser utilizada para la promoción de las principales figuras del arte, personalidades públicas, creadores, gente de los medios, cuya vida íntima, cotidianidad, placeres, preferencias e ideas se exponen, mediante la pequeña pantalla, al escrutinio inevitable del televidente-espectador. En Cuba, durante muchos años, se evitaron verticalmente los despliegues confesionales. A tal punto nuestros medios eludían tales devaneos, que muchos llegamos a pensar que semejantes exhibiciones de la privacidad, de lo estrictamente individual, estaban vinculadas, siempre, al amarillismo, al mal gusto, la ligereza o la falta de rigor profesional y de nivel cultural.
Pero en unos cuantos años —diría incluso meses—, la televisión ha derivado de la cuidadosa elusión de las intimidades, a la ostentosa revelación de las mismas. Tal vez hayan tenido algo que ver en el desafuero de las entrevistas, la presencia de programas dramatizados como Punto G, donde libre y simpáticamente se habla de sexo, o Forense, en el cual las historias se concentran en torno a situaciones sórdidas, reprensibles, ocultas. Pero el género de ambos espacios admite perfectamente esos temas. Me preocupan más bien los excesos de los espacios conversacionales, aunque estoy seguro de que sus realizadores se defenderán alegando que el público necesita saber cómo viven y piensan sus artistas favoritos. Pero si usted le presta atención a toda una serie de programas diarios (Mediodía en TV, De tarde en casa) o semanales (La hora de Carlos, Se me ocurrió el sábado, 23 y M), entre otros, a los que se añaden ocasionalmente Piso 6, Súper 12, Lucas y La noche favorita, de seguro se enterará, quiéralo o no, de quién es pareja de quién, cómo les va en su relación, e incluso, si usted adivina el día en que perdieron por completo la compostura entrevistados y entrevistadores, tendrá un inventario de adulterios, dificultades de alcoba, afinidades zodiacales, preferencias sexuales, hijos no atendidos, riñas intestinas, las edades de todos los implicados, y hasta los traumas eróticos que padecen desde niños, amén de otras hierbas extemporáneas, soeces, inadecuadas, en un mejunje verbal que oscila entre el morbo, la estolidez y el despropósito.
No estoy diciendo que debamos volver a los tiempos en que los creadores podían evidenciar solo sus facetas como seres sociales, políticos y hacedores de cultura. Los humanos somos complejos, y no está mal darle un poco de aire a la manera como se comportan y piensan quienes nos han entregado tantos momentos memorables. A mí también me parece simpático conocer lo que piensan sobre los celos, la envidia u otro tema del cotidiano vivir (refiriéndome específicamente a La hora de Carlos) algunos músicos, actores o creadores en general. En este caso, se impone solamente la medida que no coarte la simpatía. Es preciso mantenerse en los límites impuestos por la cordura, la discreción imprescindible y el respeto. No porque yo lo diga, por supuesto, sino porque esos mismos que confesaron lo que podían, y lo que no debían, son los que después se quejan de un tratamiento rudo o improcedente por parte del público.
Los excesos coloquiales, de familiaridad, propician incidentes lamentables, pues no son pocos los que se sienten autorizados a emitir cualquier tipo de comentario, incluso muy grosero, cuando ven en la calle a esos mismos que hace unas horas se «colaron» en su sala a relatar intimidades. No justifico las groserías de nadie, pero tampoco entiendo cómo algunos famosos estimulan tales comportamientos cuando se desmandan verbalmente, y en su comprensible búsqueda de promoción, aparecen en pantalla diciendo cualquier desatino. La lista de «escenas» que he visto empequeñece los enredos telenoveleros, pero no hay que regodearse en los errores, sino tratar de enmendarlos. Digo yo.
Confiemos en que Carlos Otero, sin perder la gracia, el tino, el ingenio y el donaire que le sobran, no traspase los umbrales de la burla hiriente o el comentario vulgar, que solo provoca hilaridad por inesperado, pero que nada aviva ni aporta. Creo que no sería mucho pedir de las entrevistas en 23 y M que sean concebidas con mayor cuidado, y dejen de ser esa retahíla en carrera indetenible, en un apuro que no sabemos adonde conduce ni qué lo provoca. ¿Acaso no podemos esperar que haya una sola edición de Entre tú y yo que no convierta la edad de Irela Bravo en material de estudio, en reiteración de una broma que ya dejó de ser graciosa? ¿No puede Abel Álvarez suspender esas complicidades de «yo me sé todo de tu pasado» para cuando apaguen las luces y las cámaras, y entablar ante la cámara un diálogo fresco e inteligente, un intercambio de ideas que no insista en tocar esas fibras sensibles y en hacer llorar a toda costa a los entrevistados? ¿Pero de qué va ese programa, de cartelera comentada con apostura, o de efectista revelación para superfluas habladurías?
La charla (supuestamente) casual de los programas que menciono podría sostenerse, si se trabajara con un tanto más de rigor, en las virtudes de la buena conversación, siempre atenta a componentes como la confianza entre los interlocutores —familiaridad que no debe perder de vista a los millones de espectadores que escuchan y se apropian de lo proclamado—; ingenio amparado en la ética y en el conocimiento del alcance y la utilidad del medio televisivo; rechazo a la extendida práctica que consiste en hablar primero y pensar después; negación del ping pong de los elogios en que deriva tanta presunta entrevista...
Podría añadir muchos otros elementos, pero baste por ahora, que ya no hay más espacio, y este trabajo pretende solo llamar a capítulo a los creadores, entrevistados y entrevistadores, para que ubiquen el chisme en la medida y en los espacios que le corresponde. Entregarle demasiado tiempo televisivo al rumor y la maledicencia sobre las vidas privadas resta tiempo y fuerzas a estos programas que muy bien pudiéramos dedicar (algunos lo han logrado) a causas mejores, más útiles y divertidas, y hasta menos potencialmente dañinas.