Museo Ñico López, antiguo cuartel Carlos Manuel de Céspedes, en Bayamo. Autor: Tomada de la edición digital de Radio Bayamo Publicado: 24/07/2025 | 10:18 pm
BAYAMO, Granma.— El silencio que ahora mismo envuelve los muros del antiguo cuartel Carlos Manuel de Céspedes —hoy Parque Museo Ñico López— es engañoso. Bajo esa calma se esconden los ecos de balas, gritos y dolores.
Esas paredes altas también guardan secretos de una gesta acaecida el 26 de julio de 1953, una fecha en la que 21 jóvenes de la Generación del Centenario atacaron la fortaleza militar, entonces sede del escuadrón 13 de la Guardia Rural.
No fue «otro asalto», como a veces se ha dicho pues la acción de Bayamo, como aclaró el mismísimo Fidel, estaba indisolublemente ligada a la del Moncada.
La despedida que lo cambió todo
«Los problemas comenzaron cuando nuestro jefe (Raúl Martínez Arará) autorizó a Elio Rosete para que saliera unos minutos. Ese hombre, clave a la hora de la ejecución del ataque, no volvió», contó a la periodista Heydi González Cabrera uno de los participantes en el ataque, Agustín Díaz Cartaya, el conocido autor de la Marcha del 26.
Rosete, un matancero que llevaba siete años viviendo en Bayamo y era conocido de los guardias del cuartel, debía llegar por la puerta delantera de la instalación castrense, acompañado de dos asaltantes vestidos de militares, con el pretexto de «descansar» para seguir viaje a Santiago. Ya dentro los falsos uniformados neutralizarían a los soldados y facilitarían la entrada completa del comando.
Varios historiadores han plasmado que el supuesto guía -aunque este después negó los hechos desde el exterior- fue autorizado a despedirse de su familia o a hacer una «gestión personal», lo cierto es que no regresó y ese hecho cambió todo, al punto que algunos de los comprometidos también se ausentaron a última hora.
No es menester juzgarlos hoy porque hay que entender cuántos miedos e incertidumbres invaden al ser humano en momentos como esos. De hecho, al final, por azares de la vida, varios terminaron asesinados, como si hubieran participado en la acción.
Esto último explica por qué en varios documentos se recoge que fueron 25 los asaltantes, pero gracias a las profundas investigaciones durante más de dos décadas de José Leyva Mestre y otros que vinieron después, hoy sabemos algo más de estos acontecimientos, aunque vale aclarar que nos hace falta ahondar más.
«Estábamos muy tensos. A las 12 de la noche nos ordenaron vestirnos con uniformes. Faltaban pocas horas para la acción», relató Díaz Cartaya sobre la preparación del asalto.
Antes Fidel había pasado por Bayamo y, reunido con los principales jefes del comando, ordenó sincronizar los relojes de pulsera para que el ataque fuera simultáneo al del Moncada.
Con esa tensión narrada por Cartaya y temerosos de que los estuvieran esperando, los jóvenes recorrieron dos cuadras desde el hospedaje Gran Casino hasta la fortaleza militar. Llevaban escopetas de caza y otras armas calibre 22. Poco después de las cinco de la madrugada comenzó el ataque.
Lo peor es que tropezaron con un vertedero de latas vacías (nunca se ha precisado si grande o pequeño), y estos ruidos hicieron relinchar a los caballos y ladrar a los perros. Uno de los primeros en ponerse alerta ante tales sonidos fue el cabo Indalecio Estrada, experto tirador. Este preguntó quién andaba ahí y le respondieron con una «rafaguita» y la voz de «¡Ríndete!.
Es fácil adivinar que la respuesta de Estrada, con su ametralladora, despertó al resto de los uniformados y esto generaría un combate desigual y la consiguiente retirada de los jóvenes.
La cacería y los ayudantes anónimos
El teniente Juan Antonio Roselló Pando, cumpliendo órdenes superiores, mandó a sus subordinados a matar a 10 insurgentes por cada soldado caído.
Sucede que, por accidente, uno de los grupos, guiado por Antonio Ñico López, tuvo un enfrentamiento posterior al asalto. Ñico, parapetado en la estatua de Tomás Estrada Palma, fulminó mortalmente al sargento Gerónimo Suárez y eso desató la sed de sangre de la soldadesca.
Muchos bayameses anónimos -se ha calculado que más de cien- tejieron entonces una red de solidaridad: escondieron a los jóvenes en sus hogares, los vistieron de campesinos, los guiaron por caminos secretos.
Aun así, diez cayeron. En Cejas de Limones, el fotógrafo Rolando Avello Vidal retrató, por ejemplo, los cuerpos de cuatro muchachos. Uno tenía un hilillo de hormigas cruzando su boca. Otro, los puños cerrados con tierra. Ninguno murió en combate: los habían ejecutado y luego arrojado allí. Entre ellos estaba Pablo Agüero Guedes, de 17 años, el más joven del grupo.
Los otros nueve masacrados fueron Mario Martínez Arará, José Testa Zaragoza, Rafael Freyre Torres, Lázaro Hernández Arroyo, Luciano González Camejo, Ángel Guerra Díaz, Rolando San Román de la Llana, Hugo Camejo Valdés y Pedro Véliz Hernández.
Uno de los asesinos anduvo varios días con su uniforme manchado de sangre, como si eso hubiera sido un mérito.
Por suerte, sus actos no quedaron en el festejo. Cinco años y cinco meses y cinco días después del Moncada y del ataque al cuartel Carlos Manuel de Céspedes, cambiaría la historia, gracias, en buena parte, a la chispa de aquel inefable 26 de Julio.