Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

En las horas finales de julio, Frank

La historia de los últimos momentos del joven líder de la clandestinidad estremece y conmina a imitar su entrega

Autor:

Odalis Riquenes Cutiño

«Parece que el que está fatal soy yo; me separé de Navarrete y ya tengo la policía aquí…», comenta el joven al saber de la cercanía de la soldadesca, sin que la certeza del hecho le dé alguna posibilidad al miedo o a la impaciencia.

Transcurría densa la tarde del 30 de julio de 1957 y la cercanía de la saña batistiana volvía a confirmar lo terrible que había sido el último mes para el líder de la clandestinidad santiaguera.

Primero, el fracaso del sabotaje a aquel mitin, y la muerte, justo 30 días atrás, de tres valiosos muchachos, entre ellos su hermano más pequeño, «su niño Josué», que le había dejado «un vacío en el pecho y un dolor muy mío en el alma».

La frustración del plan del Segundo Frente, secretamente preparado y abortado por una delación, ocasionó pérdidas por más de 20 000 pesos y la vida de un compañero, y además la cruenta persecución le había obligado a cambiar de escondite más de una vez en esos días.

Tanto en pocas semanas le había dejado tal vez al novel revolucionario la sensación de tener los días contados, que solo calmaba trabajando intensamente para extender la lucha por todo el país y asegurar hombres, armas y medios a Fidel en la Sierra; o cuando pensaba en su amada novia, América Domitro Terlebauca, a quien llamaba más de una vez al día, y con quien, con la misma vehemencia que articulaba planes de acción, soñaba y preparaba su boda en la clandestinidad.

Asediado por la muerte

El dolor, las malas noticias, los anhelos más íntimos de sus 22 años, pesaban sin dudas en el ánimo de Frank País García en las postrimerías del séptimo mes de 1957. Por eso ocultó a sus compañeros que se quedaba en la casa ubicada en San Germán 204, la del ferretero Raúl Pujol Arencibia, a la que todos consideraban una verdadera ratonera, pues se encontraba en una esquina y no tenía posibilidades de escape, pero donde el cariño de la familia sería cobija para el héroe en aquellas horas difíciles.

Por eso cuando se enteró de que el propio José María Salas Cañizares, el connotado asesino apodado Masacre, encabezaba un registro en la zona, con el mismo temple y temeridad con que dirigió el levantamiento del 30 de noviembre bromeó con Demetrio Montseny Villa (Canseco), el jefe de acción del Movimiento en Guantánamo, con quien se encontraba reunido: «No te preocupes, yo soy Francisquito buena suerte…», y desestimó la propuesta de irse con él, mientras le insistía en asegurar el dinero para comprar las armas y el parque que Fidel necesitaba.

Avisado por Bessie Planas, vecina e integrante de su célula, Pujol salió a toda carrera desde la ferretería Boix, donde trabajaba. Cuando llegó, en el interior de su vivienda podían oírse los pasos de la soldadesca. Cuentan que Frank lo conminó a regresar al trabajo y Raúl le replicó: «El Movimiento me ha responsabilizado con tenerte aquí, y si ocurre algo, muero contigo».

Aquella decisión era su único escudo cuando minutos después acompañaba al líder, quien tras esconder documentos importantes y la ametralladora que portaba, optó por salir de la casa. Y hubiera logrado proteger al jefe, de no ser por la delación de un antiguo alumno de la Escuela Normal para Maestros de Oriente, que en el chequeo de los transeúntes le informó a Salas Cañizares que aquel era Frank País García, el jefe de los revolucionarios en el llano, el hombre más buscado por la tiranía.

Poco después de las cuatro de la tarde, 22 disparos, 36 perforaciones —se supo después— estremecieron violentamente el cuerpo del mayor de los País García, dejándolo sin vida. Junto a él, la sangre leal de Raúl Pujol tiñó también de rojo la estrecha geografía del Callejón del Muro.

Disparos que movieron una ciudad

Veintidós disparos a sangre fría de manos de los peores esbirros acribillaron la ciudad santiaguera y fueron sentidos por todo un pueblo, que salió a la calle, presintiendo que algo muy grande había ocurrido.

Con el corazón a galope los escuchó América, la novia, quien justo aquella tarde y con ayuda de la combatiente Graciela Aguiar compraba en las tiendas del centro las prendas azules, blancas y nuevas que aconsejaba la tradición para el mínimo ajuar de boda.

Los sintió angustiado, presintiendo el fin, Agustín Navarrete, el segundo del Movimiento, quien unos días atrás había tenido que abandonar junto al Jefe la vivienda de la calle 8, en el reparto Vista Alegre, y ahora, enterado del peligro, se aprestaba presuroso a ayudarlo: «¡Prepárense que los voy a mandar a buscar, Frank está cercado y lo vamos a rescatar a tiro limpio!», ordenaba a sus compañeros por teléfono, aunque ya sin tiempo para evitar lo peor.

De boca en boca corrió la noticia, y la confirmaron la radio y la televisión. Primero fue el dolor, el estupor; luego, el luto vestido de indignación.

«La libertad cuesta muy cara y hay que decidirse a pagarla o resignarse a vivir sin ella», escribiría Armando Hart al enterarse de la noticia. «¡Qué monstruos, no saben el carácter, la inteligencia, la integridad, que han asesinado! No sospecha siquiera el pueblo de Cuba quién era Frank País, lo que había en él de grande y prometedor», diría entre la rabia y el dolor Fidel.

El Santiago, el Oriente que se sintió liderado por aquel maestro que aún no había cumplido los 23 años y gozaba del respeto y admiración de curtidos combatientes, paró de emoción, y, espontáneamente, protagonizó el más hermoso movimiento de protesta cívica que recuerda la historia de esos años. Sesenta y siete años después de aquella tarde aciaga de julio, Frank País García sigue siendo promesa y ejemplo para los nuevos.

Llama encendida

Porque la entrega de Frank País y la lealtad de Raúl Pujol fue continuada por más de 20 000 cubanos, en su mayoría jóvenes, que perdieron la vida en el empeño de derrocar al tirano Batista y edificar una Cuba de justicia y oportunidades, desde julio de 1959, ante los muros del cuartel Moncada, a la misma hora y lugar en que había comenzado el asalto, se acordó declarar el 26 de julio como Día de la Rebeldía Nacional, y el 30 de julio, como Día de los Mártires de la Revolución Cubana.

Desde entonces la historia es honra, recuerdo perenne e inspiración para las nuevas generaciones, y Santiago altar de las tradiciones más entrañables de un país que encuentra en su devenir las claves para empinarse por un mañana mejor. El propio Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz, al instituir la efeméride, dejó claras sus motivaciones para el futuro:

«[…] tiene que ser como un examen de la conciencia y de la conducta de cada uno de nosotros, tiene que ser como un recuento de lo que se ha hecho, porque la antorcha moral, la llama de pureza que encendió nuestra Revolución, hay que mantenerla viva, hay que mantenerla limpia, hay que mantenerla encendida […]».

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