Desde el sentido del sacrificio, la modestia y la honra siempre acompañó a los pinos nuevos, a quienes pidió que amaran y defendieran la Revolución. Autor: Archivo de JR Publicado: 07/01/2019 | 09:57 pm
Hace algunos años, de visita en casa de una amiga, me enseñó una carta que su mamá, quien había sido maestra, había guardado toda la vida. Es de José Ramón Fernández Álvarez, me dijo, y me entregó aquel sobre con un pliego de papel escrito a mano, con fina letra, en el cual se hablaba de reconocimiento a la labor docente y su importancia en la formación de los niños y jóvenes; al final la firma, sin títulos ni grados militares.
La carta era de los años 80. Aquellos no eran tiempos de correos electrónicos, ni mensajes de texto, es cierto, pero un Ministro de Educación haciendo cartas personales a los educadores, no dejó de ser algo curioso para mí; y por supuesto no lo olvidé.
La vida, esa que siempre nos tiene guardado algún vericueto que nos lleva a sucesos inesperados, me permitió un día, y gracias a mi profesión, estar cerca de Fernández, y entre las primeras preguntas le hice una acerca de esa carta.
Yo tenía un grupo de estudiantes que me ayudaban, redactaba una como modelo, ellos las reproducían y luego yo las firmaba, me expresó. De todos modos le dedicaba tiempo, porque escogía a los destinatarios. Además, no todas eran iguales y algunas las hice yo directamente, en dependencia del motivo.
Siempre pidió a las nuevas generaciones que defendieran la obra de la Revolución.
Pero no creas que esa fue una idea mía, esa fue una idea de Fidel. Él me dijo, hay que trabajar directamente con el hombre, hablarle individualmente, conocer sus problemas, reconocer su trabajo. Y esa fue la forma que encontré para cumplir con esa orientación que me daba el Comandante en Jefe.
Al «Gallego», como los cubanos le decíamos cariñosamente, muchas veces le pedí una entrevista para hablar de educación, y siempre decía lo mismo: No, la educación en Cuba es Fidel, yo solo fui un trabajador más de ese sector. Sin embargo, y aunque decía que no le gustaban las entrevistas personales, estaba pendiente de cada trabajo que se publicaba en Juventud Rebelde sobre educación.
Fernández compartió con las nuevas generaciones en diversos actos de graduación.
No fueron pocas las veces que, bien temprano en la mañana, me llamaba a la casa para comentarme sobre algo escrito por mí, o por otro compañero, sobre ese tema. Nunca regañaba o se molestaba —al menos conmigo—, aunque el trabajo no dijera todo lo que él esperaba. En todo caso pedía que se hiciera otro, que abordara otra vertiente del asunto o de otro que él consideraba también importante, y siempre lo hacía con elegancia y respeto extremo.
Mención aparte merece para mí haber tenido la posibilidad de compartir largas jornadas de trabajo con Fernández para resumir, en unas pocas páginas del diario, la epopeya de Girón.
El «Gallego» participó en la dirección de los combates en Playa Girón, bajo las órdenes de Fidel.
Nunca olvido el momento en que pidió que le trajeran «el mapa de los mercenarios» y lo extendió sobre la mesa. Él lo atesoró a través de los años. Me producía una sensación muy especial pensar que frente a aquel pliego —como en ese momento estábamos nosotros— estuvieron aquellos que llenos de odio fraguaron la invasión. Estaban sus apuntes, la estrategia de un ataque desvanecido en tres días y dos noches, éxito que en buena medida se debió al buen tino y los conocimientos militares de Fernández.
Su amor por los niños lo acompañó siempre.Foto: Roberto Morejón
Luego, una entrevista que este diario dedicó a conocer sobre la pareja que formaron Fernández y Asela de los Santos, develó que si bien las revoluciones son grandes obras de amor, no es casual que su vorágine alimente amores muy hermosos, duraderos e intensos. Aquel día, sin el menor sonrojo, él afirmó que sin ella no hubiera podido hacer ni la mitad de lo que hizo por la Revolución.