Mabel habla desde esa región del sentimiento donde se guardan las imágenes más tiernas de su amistad con Fernando. Autor: Roberto Ruiz Espinosa Publicado: 21/09/2017 | 05:45 pm
Cae la tarde sobre La Habana cuando comienza a tejerse este diálogo entrañable con Mabel Mora González, quien, generosa, acepta su primera entrevista periodística porque se trata de Fernando, su amigo; ese hombre en el que habitan la virtud y una poderosa vocación de darse, y quien ha encarnado nítidamente, junto a sus otros cuatro hermanos de causa, un acto sublime de desprendimiento para hacer posible que la vida discurra sin sobresaltos en su queridísima tierra.
Fernando González Llort ha cumplido íntegramente su condena. Ha pasado mucho: 15 años, cinco meses y 15 días duros y largos, más de 130 000 horas en las que se ha escrito, con acentuados relieves, la biografía de la injusticia. Es tanto el tiempo, que podría parecer la eternidad por el mismo paisaje, las mismas rutinas y la mente puesta en la vida de los otros, de los que quieres, de los que esperan… porque tras las rejas el mundo puede reducirse tanto, que hay que ser realmente un héroe para sonreír, soñar y creer en una mañana distinta.
Afuera una llovizna encapota el entorno, cuando Mabel habla con una sencillez hermosa y conmovedora desde esa región del sentimiento donde se guardan las imágenes más tiernas. «Cuando conocí a Fernando, hace como 30 años, yo estudiaba Análisis de Sistemas de Comunicación. Recuerdo que fui invitada a una fiesta en la que coincidí con los muchachos que luego Andrés —quien fue su esposo y padre de su hija Amanda— bautizó como “los Fakires”, una palabra nacida de su imaginación fértil y que pertenece al libro infinito de sus tremendas ocurrencias.
«Se trataba de un grupo de jóvenes que venía desde el pre, que luego se estrechó más cuando estudió en el Instituto Superior de Relaciones Internacionales (ISRI) y que más tarde, en Angola, terminó siendo una familia. Entre ellos estaba Fernando, a quien, por supuesto, me unió desde un principio Andrés».
En aquella fiesta, ella estaba toda vestida de azul cuando irrumpió Andrés en su vida, pero esa historia sentimental no se enhebró ahí, comenzó un año después, cuando volvieron a coincidir. Y desde entonces su grupo de amigos más cercanos y queridos fue el de quien se convertiría en su esposo, el grupo de Fernan, como ellos prefieren llamar con una especial carga de afecto al Héroe de la República de Cuba.
Entre esos jóvenes inseparables, cuenta Mabel que terminó de completar, para su suerte, su propio carácter, ese que su madre fue moldeando pacientemente y con una dedicación a toda prueba. «Imagina que “crezcas” entre jóvenes valiosos que hablen sobre los más importantes y diversos temas. Ellos te impulsaban a tener mayores inquietudes, a superarte, a cultivarte más. Era un grupo que estimulaba mucho al mejoramiento, al crecimiento individual y colectivo. Y ahí estaba el Fernan, con sus palabras exactas, meditativo, siempre analítico y profundo».
En la época de sus años más vigorosos, lo mismo se les veía en el cine, que en un restaurante, que haciendo excursiones. Hasta la graduación decidieron festejarla antes de que se consumara.
Entre las anécdotas antológicas, Mabel revive aquella ocasión en la que regresaba de una fiesta con Andrés y a este se le ocurrió ir a buscar a Fernando. Lo singular fue la hora insólita y hasta «dolorosa» que escogió para convidarlo a salir: las tres de la madrugada. «Pero ahí estaba Fernando, siempre jovial y dispuesto al encuentro con los suyos. Salimos entonces para mi casa, en un carro al que le habíamos puesto el sobrenombre del Moteao, porque tenía una estampa variopinta, ya que no se le habían podido ocultar con pintura las “mataduras” de la chapistería».
Mabel nos traslada, sin pausas, a la poderosa energía que emanaba del entusiasmo de aquel grupo: «Alguien no podía contener el hambre, y de Lawton a La Piragua, Fernan y Andrés fueron en el Moteao por unas pizzas, a la altura de las cinco de la madrugada. Pero resulta que la espera nos rindió… y a unos seis de nosotros nos sorprendió la mañana en la cama de mi mamá».
Pero la historia no se queda ahí: «Despertamos con el sobresalto de que ni estaban las pizzas, ni los enviados en su búsqueda…». Ya se disponían a salir para la Policía cuando llegaron Fernando y Andrés con una sonrisa expansiva, contándoles que habían extraviado la llave del Moteao y que decidieron quedarse a dormir toda la noche en él, hasta que en la mañana, cuando ya habían desarmado casi toda la pizarra del auto para hacerle «un puente» y poderlo encender, descubrieron que las llaves estaban en los accesorios de una de las puertas.
En Angola también siguió conectada por la singular fibra de la amistad con «los Fakires». «Estuve en Luanda unos 18 meses. Apenas tenía unos 23 añitos. Ellos estaban en Lubango, pero un día tuve la oportunidad de visitarlos. Cuando me vieron se armó una alegría inmensa. Desde entonces yo siempre les enviaba cada mes una cajita con dulces, sardinas…».
Mabel interrumpe el curso de las remembranzas para advertir que Fernando no solo ha estado junto a ellos en los buenos momentos, sino también en los malos. La vida la puso ante una estremecedora y precipitada viudez, pero Fernan nunca le faltó a la Negra, como «los Fakires» prefieren llamarla, y así, un día se corrió la voz entre ellos de que se mudaba (una triple permuta), y en el momento definitivo en el que se concretó, allí estuvo una vez más ese cubano bueno, con sus brazos cargando cada pieza del hogar. La gestión les tomó hasta las tres de la madrugada, y «él tan fresco como una lechuga, sin síntomas de agotamiento», precisa.
Fernan, comenta la entrevistada, quedó seducido por las puertas de su nueva casa, por el color con que estaban pintadas… y ahí están detenidas en el tiempo, esperando porque Fernando vuelva a tocarlas. «Cada vez que pintamos la casa, Amanda y Osbel siempre me dicen: “Verdad, mamá, a esas puertas no podemos cambiarles la pintura porque así es como le gustan al tío Fernan. Y así seguirán, hasta que él regrese”».
El hombre, el héroe
Mabel insiste en el carácter sencillo de Fernando, a quien no le gusta resaltar, ni es hombre de estridencias.
Hace seis o siete años conversó con él y lo primero que atinó a decirle fue que era la Negra quien le hablaba. Entonces él tuvo una expresión de cariño que la estremeció; los nervios no contribuyeron mucho y ella se deshizo en un instante, pero rápidamente se recompuso por el optimismo y la fuerza de Fernan, quien no paraba de preguntarle por todos, de enviarles abrazos a sus hermanos, de pedirle que les dijera que él no flaquearía, que resistiría hasta el final, que no los defraudaría… «¡Imagínate!, Fernando dándonos ánimo…», respira hondo Mabel, y yo me quedo, junto a ella, flotando en aquel momento, en las resonancias espirituales de ese intercambio telefónico.
—Han pasado muchos años, ¿crees que el peso de esta condena injusta haya modificado el carácter de tu amigo?
—Sí, claro. Ahora es más fuerte, tiene mayor capacidad de resistencia. Nadie logró derrumbarlo.
—Hablemos de Cuba y de Fernando, ¿cuánto hay de cada uno en ellos?
—Mucho. No podría hablar ni de una ni del otro de forma separada. Es que Fernando es un paradigma, y en él está lo mejor que hemos enarbolado: los principios que defiende siempre esta Revolución.
Entonces acude a un discreto papel que lleva consigo, en el que enumeró, en cuanto se le solicitó esta entrevista, lo que no debía dejar de decir de Fernando. Menciona en ráfaga los valores de su amigo: «es honrado, solidario, humano, patriota, digno, antiimperialista, justo, responsable, optimista… Cualquiera así inspira, por eso es un ejemplo también para el mundo, no me quedan dudas».
—A veces uno sitúa a los héroes en otras épocas o en otras circunstancias, o los sacraliza por la sublimación del sentimiento épico. ¿Cuánto ha cambiado tu percepción sobre los héroes, el hecho de que Fernando tenga esa estatura moral?
—Aprendes que son seres humanos, de carne y hueso… que están ahí, habitando nuestra vida cotidiana; lo que a veces uno no se detiene a reparar en ello. Lo que lo hace un héroe es que fue más allá de los propósitos comunes, ordinarios.
—Este 27 de febrero tiene un espíritu contradictorio: es un día grande, porque Fernando ha salido de los barrotes y lo ha hecho signado por la misma entereza y dignidad que le valieron un régimen carcelario, pero a la vez es un día que nos confirma cuánto puede ser de injusta la injusticia. ¿En qué te hace reflexionar que él haya cumplido hasta el final su condena?
—En Gerardo, en Ramón y en Antonio… (y ambas nos quedamos atrapadas por un silencio que nos lleva de la consternación a la indignación y a la vergüenza). Ahora seremos más en la lucha por la liberación de ellos.
—El reencuentro, ¿cómo imaginas ese momento?
—No sé (sonríe nerviosa). No sé, la verdad…, dice iluminada, y uno adivina que se le va a empañar la mirada por la emoción que le provoca pensar en los detalles de ese instante. Entonces salvo el momento añadiendo: «Contigo, Cuba también lo estará esperando».
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