Don Quijote, más interesado en servir que en comer vencerá a Sancho. Autor: Internet Publicado: 21/09/2017 | 05:04 pm
Pasa el año. Y lo sucedido ayer es cronología; lo que ocurre hoy es acción u omisión, ingredientes futuros de la historia que habremos de juzgar observando el pasado. Y aunque estas definiciones sean obvias, tengamos en cuenta que entre el pasado y el presente se establece un encadenamiento, y cuando este se olvida, quizá el camino desaparezca en el próximo recodo.
Hoy, por tanto, además de para las fiestas y su júbilo adyacente, ha de haber espacio para la reflexión, sin que pretendamos suscribirnos al patetismo, ni convocar las lágrimas. La vida no puede reducirse a un ver pasar dramáticamente los números del calendario. Ni adaptarse a la resignación del condenado a vivir hasta un día.
No acusen al articulista de filosofar. No soy filósofo en el sentido de meditar sobre las leyes generales del desarrollo de la vida y la sociedad. Quizá lo sea en el significado más común: querer explicar o interpretar las cosas más inmediatas de hoy y de ayer. Quizá pretenderlo sea una de las funciones de quien se empeña en articular propuestas periodísticas. Y, siendo claro, un periodista que entrega su opinión no ha de servirles a los lectores una compota azucarada para que la deglutan sin masticarla. Qué sentido tendría entonces escribir. O leer.
¿Estamos filosofando? Hasta cierto punto estamos reflexionando. Y como ya dije, qué otro momento que el fin de un almanaque resultaría más propicio para pensar en el transcurrir del tiempo, en ese amontonar los números siempre iguales de los meses, y al final reconocer que lo fundamental resulta la muda de la numeración del año, en esa convención que es la mensurabilidad de los días.
En lo personal, me he negado a que el tijeretic y el tijeretac del tiempo —según la onomatopeya del novelista Miguel Ángel Asturias— corten la fe y la esperanza en que mañana seremos mejores a pesar de nuestra humana tendencia al error o al cansancio. Según mi parecer, lo más apropiado sería encarar el paso de un período a otro con actitud indagadora, preguntándonos para qué vivimos y a quién o a qué servimos, y al cuestionar nuestra conducta, quizá derivemos hacia una posición ética. Porque si profundizamos, nos iremos dando cuenta de que la vida en su origen y continuidad es un «milagro» sin aspavientos, ni pirotecnia.
Un «milagro» que en lo social incluye el éxito. Porque, cuando nos deseamos recíprocamente «un próspero año nuevo», estamos refiriéndonos a tener éxito. Y esa es una de las palabras más recurrentes en el mundo. Revela, incluso, la medida de la historia personal del individuo. Lo caracteriza. Lo identifica. Pero en la generalidad del planeta, éxito es sinónimo de lujo, de mansión, cuenta bancaria, ganancias, zona exclusiva, diferenciación; más dinero, más consumo suntuario, según las definiciones de un diccionario metalista.
Reconozco que las personas han de tener el derecho a consultar el diccionario que prefieran. Mas, alguna vez, habrá que preguntarse si la humanidad podrá seguir andando acompañada de desvalores que pretenden revalorizarse con la bolsa o en el bolsillo. Un filósofo español se refirió hace decenios a la deshumanización del arte. Ahora habría que aludir a la deshumanización del Hombre. O del trabajo, del hacer, del lograr. La civilización desespiritualizada del capitalismo ha desteñido valores propios del heroísmo ético. Y la mayor parte de lo humano se mancha con el metal o el papel que el italiano Papini tildó de «estiércol del diablo» y el español Quevedo nombró «poderoso caballero».
Casi toda victoria sobre las torpezas físicas, casi todas las hazañas se traducen en dinero. Y a punto de perecer se hallan el ideal y la utopía. Con ambos podría morir la posibilidad de una humanidad más humana, tan humana que sufra hondamente el daño de la Tierra, que ame y proteja al hermano árbol, a la hermana agua, a la hermana nube, y al hermano hombre o la hermana mujer. Y condene la desmesura, el absolutismo monetario, como en la décima que el poeta Argelio Santiesteban puso ayer en la bandeja de entrada de mi correo: «Tú maculas cuanto tocas, /tornas la amistad letal, /el amor en tremedal, /la vida en lecho de rocas. /Mas me alegra que en tus locas /andanzas, mal caballero, /en un tiempo venidero /a ti veremos perderte /pues decretará tu muerte /la historia, sucio dinero».
Y a dónde quiere usted llegar, escucho la reconvención de algún lector al tanto de las contradicciones. ¿Acaso los cubanos no estamos pensando y actuando en un proceso planeado en el tiempo y en sus fines, para que el dinero se revalorice, y que el trabajo se ejerza para que los individuos no solo se destaquen moralmente, sino sean capaces de superar sus ingresos y en consecuencia cada familia sea próspera, y con la prosperidad sea dichosa, como estableció Martí?
Comprendo que he podido atizar la duda, la inquietud. Pero no voy a ningún lado: solo he dado vueltas al círculo de mis ideas. He hablado más bien de las tendencias mundiales. De esa especie de declive ético sobre el cual las cosas y su versión monetaria se erigen en ídolos y los sueños se arropan en la fermentación parásita del poder. Y tres o cuatro países muy ricos, militarmente poderosos, determinan quién gobierna y qué se decide en cualquier tribu, cualquier oasis, cualquier isla, cualquier pueblo donde se expongan a disminuir o perderse los intereses de una palabra presuntamente echada al olvido, y que más que pronunciarse se ejecuta como una doctrina insensible y pragmática: imperialismo. De la antigüedad occidental parece ir quedando como cultura y recurso todoterreno, solo la palanca de Arquímedes, que hoy parece presionar a los más débiles.
Recordémoslo: a Cuba también la observan a través de una mirilla telescópica, como cazador a su presa. Y por ello concuerdo con la idea de que nuestra nación será efectivamente más fuerte, certera y dichosa, cuanto más próspera sea. Porque no habrá socialismo sin bienes que distribuir, ni tampoco lo habrá si obligamos al dinero a bajarse a destiempo en cualquier estación. En síntesis, nuestros bienes se generarán desechando los resortes idealistas que ya demostraron su inefectividad, pero sin suministrar vapor a la calentura metalista del éxito promovido por la globalización y el neoliberalismo.
Y para afrontar los desafíos de la transformación, hemos de insistir, por tanto, en la política socialista de equidad, justicia y solidaridad, con la cual se puedan prever y detectar los granos de inconsecuencia o de perversión que, como el comején a la madera débil, intenten agujerear el empeño de salvar a nuestro héroe: es decir, al pueblo individual y colectivamente exitoso. Y sería inadmisible, por esa razón, la evaluación maquinal, insensible cuando se determina quién y cuánto precisa de la asistencia o de la seguridad social. Nuestra experiencia confirma que la carencia, la pobreza material, la sensación de desamparo, azuzan la vigencia de tendencias rastreras, porque el «estado de necesidad» es una ventana a conductas que pueden saltar la valla de la moral o la política vigente.
Todos, si es posible término tan absoluto, hemos de inmunizarnos contra el egoísmo y la corrupción mediante la ética del servir sirviendo. Y que nos midan por ese proceder. Sancho Panza, a quien solo lo preocupaban el pan y el queso, no debe derrotar a Don Quijote, más interesado en servir que en comer, aunque se sentaba a la mesa, como es necesario y justo.
Así, al doblar el recodo, el Caballero, que aun en su aparente locura literaria es recipiente de lo mejor del ser humano, seguirá haciendo caminos al andar entre claridades.