A punto de llegar a La Habana, tras un largo viaje por carretera desde Holguín, una colega sintió que un «corrientazo» le estremecía el cuerpo: en su mano derecha faltaban dos anillos de oro inapreciables…
Cuál no sería su desazón al comprobar la pérdida. Más allá de su alto valor monetario, las sortijas eran preciadas reliquias familiares, regalos legados por la abuela que, de pronto, se le habían escurrido en algún punto del camino casi imposible de precisar. ¿Acaso ello presagiaba que no las hallaría?
Entonces recordó que horas antes, cuando se hizo un alto en el viaje para estirar las piernas, ir al baño e ingerir algún bocado, puso las prendas al costado del recipiente donde se lavó las manos en uno de los restaurantes criollos abiertos junto a la vía, en la zona conocida por El Majá, en las cercanías de Taguasco, Sancti Spíritus.
Por la gran concurrencia de viajeros que al mediodía frecuentan esos establecimientos, cabía suponer que alguien podría encontrar de manera fortuita los anillos. Aquello auguraba un triste desenlace a la idea de ir por ellos, sobre todo teniendo en cuenta la lejanía del lugar para retornar de inmediato a buscarlos. Pero no se dio por vencida y al llegar a su hogar trató de buscar en la guía un número telefónico que la comunicara con la citada localidad.
Horas después, tras numerosas indagaciones y con la ayuda de operadoras de Etecsa, contactó con uno de los Centros de Agentes —puntos que integran el servicio nacional de telefonía comunitaria— ubicado en una vivienda de El Majá, felizmente muy cerca del restaurante La Sabrosa, administrado por Mayela Trujillo Baute, una campesina, cuya honradez es una de sus virtudes innatas.
Aunque la colega anhelaba recuperar sus anillos, fueron mayores su asombro y felicidad cuando volvió a escuchar —esta vez del otro lado del hilo telefónico— la voz clara de aquella mujer campechana, que horas antes había conocido circunstancialmente: «Si mi’ja. Aquí tengo esas “tuerquitas” que dejaste. Puedes venir a buscarlas cuando quieras porque en mi casa jamás se ha perdido nada; te lo aseguro…».
Decía el Apóstol de la independencia de Cuba, José Martí, que «el hombre honrado dice la verdad siempre, porque nada quiere para sí, su verdad tiene un lenguaje sencillo que seduce… La honradez debía ser como el aire y como el sol, tan natural que no se tuviera que hablar de ella…».
Luego de las coordinaciones necesarias, una amiga —de visita cerca de aquel asentamiento campesino— recogió y devolvió días después a la colega sus anillos. Pero eran otros, tan idénticos y al mismo tiempo tan diferentes, pues de estimados recuerdos de familia devinieron distintivo de aquellas personas que llevan en su frente la estrella de la vergüenza, la entereza de las mujeres y hombres verdaderamente dignos.