En el puerto de Manatí, por donde entraron, existe todavía un barrio que se llama Corea. Y en la playa hay un obelisco que recuerda ese hecho. Autor: Juan Morales Agüero Publicado: 21/09/2017 | 05:11 pm
LAS TUNAS.— La tarde holgazaneaba entre la espuma de las olas cuando el vapor Tamaulipas comenzó a recortar su silueta sobre la línea del horizonte. «Yo creo que es el barco mexicano de la otra vez —especuló un hombre de mar mientras achicaba su bote—. Por lo que veo, navega frente a la playa de Chapaleta».
Un penacho de humo espeso y negrísimo, recién salido de la chimenea del Tamaulipas, embadurnó —insolente— el tapiz azulado del cielo. Un cuarto de hora después, chirriante y exhausto, el buque arrimó su costillar al espigón del puerto de Manatí.
Desde la playa, los curiosos comenzaron a formularse la misma pregunta: «¿Traerá de nuevo la misma carga de la otra vez este navío de matrícula y bandera yucatecas?». Al levantarse la cuarentena se terminó definitivamente la incertidumbre. En fila india, por la escalerilla de estribor, comenzaron a bajar a tierra 300 personas de inconfundibles rasgos asiáticos.
«Son coreanos que vienen de México», dijo en voz alta uno de los miembros de la tripulación. A guisa de bienvenida, un alcatraz chilló por sotavento. Luego se dejó caer cuan largo era sobre una mancha de sardinas. ¿Fecha? Martes, 25 de marzo de 1921.
¿Desde México?
La revista Bohemia ha incursionado en más de una ocasión sobre este curioso acontecimiento migratorio. Un artículo titulado La huella de los coreanos, escrito por Alberto Pozo, intenta explicar las razones de la procedencia azteca de los emigrantes coreanos.
«¿Por qué desde México?», se pregunta. Desde el siglo XIX, la península de Corea era bocado codiciado y mordido por varios imperios ambiciosos. La vida era un infierno, azotada por guerras, y entre sus secuelas, el hambre.
«Los traficantes de personas, irónicamente, la vieron fructífera para sus negocios. Y vendieron este señuelo: ¡México, tierra de paz, de abundantes cosechas, de vida libre, próspera y sana!
«Sin contrato, embarcados en condiciones miserables, el 5 de abril de 1905 arribaron 1 030 coreanos al puerto mexicano de Salinas Cruz. De allí fueron transportados en casillas ferrocarrileras de mercancías hasta la ciudad de Mérida, Yucatán, centro de distribución hacia las haciendas henequeneras.
«México no resultó Jauja. Continuó la incertidumbre y la pobreza. Eso sí, aprendieron un nuevo oficio: el corte de henequén.
«De pronto, otra esperanza: Cuba. Ya del grupo unos pocos habían regresado a Corea; otros emigraron a Estados Unidos, ayu-
dados por una colonia anterior que se había asentado en la costa este de aquel país. Una buena parte se radicó definitivamente en
México: habían ocurrido muchos matrimonios con naturales de esa tierra. Pero otros, en su sed de esperanza, oyeron los cantos de sirena del período de auge de la industria azucarera inmediatamente después de la Primera Guerra Mundial: las llamadas Vacas Gordas.
«No lo esperaban, encontraron… las Vacas Flacas. Europa había recuperado su industria remolachera. Los almacenes del mundo estaban llenos de sacos de azúcar. Se desplomaron los precios. Sobraban los cortadores de caña. De nuevo los coreanos se sumergieron en aguas de miseria».
Libro sobre el tema
Una matancera de ojos rasgados, Martha Lim Kim, ha dedicado años a estudiar los entretelones del insólito desembarco en el litoral tunero. Su padre fue uno de los que echaron pie a tierra en Las Tunas aquel atardecer. Por él se enteró la investigadora de que el contingente asiático emigró a México un año después de que las tropas japonesas ocuparan la península de Corea.
Todo esto Lim Kim y su esposo, el historiador e investigador yumurino Raúl Ruiz, ya fallecido, lo expusieron al detalle en un libro que vio la luz hace algunos años: Coreanos en Cuba. En el volumen los autores aseguran que nunca como aquella vez del Tamaulipas llegaron a la Isla tantos hijos de Corea juntos. También afirman que en Manatí existe hoy la mayor comunidad de descendientes de coreanos del país, con unos 20 miembros.
A esta última afirmación se opone —sin polemizar, aunque sin referir su fuente— el artículo de Pozo. Dice: «Hoy es la ciudad de Cárdenas (…) donde se encuentra el mayor grupo de descendientes de coreanos». Y agrega, ya en el orden nacional: «En total radican en 21 puntos del territorio, comprendidos en ocho provincias incluyendo La Habana. De 393 personas registradas en 1953, se han elevado en la actualidad a 640 (…). Pero ya no queda ningún inmigrante nacido en Corea; sí algunos, muy ancianos, de origen mexicano. Los demás, todos cubanos».
Un antecedente
El atraque de marzo de 1921 en el muelle manatiense había tenido un intento previo. Solo que aquella vez, como la mayoría de los pasajeros carecía de documentos, no se les autorizó a desembarcar. La nave puso entonces proa a Mariel, al oeste de La Habana. Allí los pasajeros permanecieron en cuarentena y tramitaron a bordo su estatus migratorio legal. Logrado el objetivo, regresaron a Manatí, donde por fin echaron pie a tierra.
Una vez desembarcados, los recién llegados se desplazaron un poco al sur y se instalaron en torno al batey del ingenio Manatí. Allí comenzaron a buscarse la vida en dependencias fabriles y agrícolas. Pero, a pesar de su aparente «dulzura», la caña de azúcar no consiguió seducirlos y menos retenerlos en la zona.
Así, después de unos 12 meses de peregrinaje oriental, casi todos decidieron establecerse más al oeste, en dirección a la yumurina comarca de Cárdenas. Sabían por referencias que por allá los aguardaba un cuate ya conocido por ellos: el henequén, menos inclemente que la estilizada gramínea tropical.
No obstante el desencanto por tanta expectativa deshecha, dos familias resolvieron quedarse en Manatí. La última representante murió hace poco más de una década, cuando estaba por cumplir los 80 almanaques. Tenía generales semilatinas: Inés Kim Ramón. Pero allá la conocían por el criollísimo sobrenombre de Chicha. Conseguí conversar con Nancy, la menor de sus hijas, quien de tanto escucharlo desde pequeña domina muy bien el tema.
«Realmente, el coreano legítimo era mi abuelo, precisa. Cuando él llegó a México en 1911, se casó con una nativa, y de ahí nació mamá, que vino en el Tamaulipas con dos años de edad. Abuelo nunca se quiso ir de aquí. Pero abuela no resistió y retornó a México con varios de sus hijos cubanos, con los que suelo comunicarme».
Nancy reseña una historia tragicómica relacionada con los móviles del desplazamiento marítimo de sus antepasados asiáticos a Cuba: «Los engañaron —asegura—. Les dijeron mentiras tales como que aquí se trabajaba de cuello y corbata, y que no se tomaba agua, sino leche. Les hicieron creer que en cuestión de un par de años podrían retornar a Corea “podridos” en dinero. El impacto con la realidad, desde luego, fue sumamente dramático».
Otras referencias
El escritor Miguel Barnet incursiona en el tema en sus palabras iniciales al libro de los autores matanceros: «Silenciosos y desafiando un camino lleno de incertidumbre, entraron en Cuba desde México por las puertas de Manatí, contratados por un truhán desconocido que les ofreció la Tierra Prometida». Y dice más: «Pero la fatalidad los persiguió desde que tomaron el vapor en el yucateco puerto de Campeche, y cuando llegaron a Cuba en 1921, ya las Vacas Gordas se habían convertido en Vacas Flacas al desplomarse los precios del azúcar hasta llegar a solo tres centavos desde veintidós puntos pagados unos meses antes».
De los tres centenares de inmigrantes asiáticos que hicieron aquel viaje en el Tamaulipas, la pareja de investigadores matanceros consiguió reconstruir el listado nominal de 245. Y aseguran: «Al menos, 119 eran adultos; 158 hombres y 87 mujeres. Estas cifras respaldan el criterio de que, acorde con los cánones de edad y sexo, la mayoría eran personas aptas para el trabajo, tal y como lo exigían los contratistas».
Durante años, la llegada a Cuba de aquel grupo de coreanos permaneció en el más absoluto anonimato. No fue hasta el 23 de julio de 1950 —casi un mes después de iniciada la guerra de Corea—, cuando la revista Bohemia publicó un reportaje sobre el tema, firmado por Mario García del Cueto. El destacado periodista daba así a conocer aquel hecho casi ignorado. «Si no fuera porque el actual conflicto bélico ha popularizado tanto la existencia geográfica de Corea, para la inmensa mayoría de los cubanos hubiera pasado inadvertida la presencia de sus hijos en nuestra Isla».
Hoy quedan en Cuba pocos sobrevivientes del desembarco de 1921. «Aquí reposan los restos de casi todos —apuntan Lim y Ruiz en su documentada obra—. En la Isla queda su huella; en esta tierra viven hoy más de 600 de sus vástagos, de pura sangre coreana o entremezclados con los temperamentos latinos o africanos».
En el puerto de Manatí, por donde entraron, existe todavía un barrio que se llama Corea. Y en la playa hay un obelisco, cuya tarja dice: «Por este puerto de Manatí llegaron a Cuba 300 inmigrantes coreanos procedentes de México, el 25 de marzo de 1921, en el vapor Tamaulipas. Sus descendientes, integrados a la sociedad cubana, viven hoy en distintas provincias del país con el recuerdo imperecedero de sus raíces ancestrales».