Alberto Delgado y su esposa Tomasa del Pino. Autor: Luis Raúl Vázquez Muñoz Publicado: 21/09/2017 | 05:01 pm
MORÓN, Ciego de Ávila.— Antes de descolgar el teléfono, miró a los lados. Una vez más revisó con rapidez los alrededores para verificar si alguien lo seguía. Lo hizo en un gesto sencillo, sin aspaviento alguno, como el de alguien que deseaba ubicarse en un lugar desconocido; aunque no lo era.
El pavimento de la Avenida Tarafa —la calle ancha que abre la entrada de Morón— se volvía más oscuro en invierno. Siempre ocurría así cuando hacía un poco de frío y aquel 3 de febrero de 1964 debió sentirse algún aire helado. Los autos se entrecruzaban con los camiones y unas pocas bicicletas se deslizaban por los costados de la vía.
Sin embargo, el hombre apenas las observó. Su interés estaba en otra parte. Sus ropas aún guardaban el olor a manigua y muerte. Era como algo persistente, una alerta constante que se unía con el agotamiento de las marchas por el monte. En su mente, el timbre del teléfono debió mezclarse con las detonaciones recientes de los disparos y las maldiciones de los bandidos. La angustia era inevitable. Sentir, por ejemplo, el martilleo seco del FAL, no poder hacer nada, solo huir y pensar que una bala podía romperle el pecho y dejarlo tirado en la hierba con ese maldito sabor a sangre en la boca. Una bala que no era para él, y ahí se hallaba la ironía. Una ironía triste y contradictoria. Pero posible.
Una voz lo sacó de su mutismo. «¿Oigo?», escuchó en el auricular y sonrió. «¿Cómo tú estás? —preguntó—, ¿qué están haciendo?», y no pudo evitarlo. El tono de broma se deslizó en cada palabra. Al otro lado de la línea, en la ciudad de Sancti Spíritus, Erasmo Hernández Santander tuvo un sobresalto. «¡Alberto! —gritó—… Oye, ¿dónde estás metido?». «Estoy aquí en Morón, en el hotel Perla».
Erasmo empezó a rumiar por dentro: «¿En Morón?... ¿Qué rayos haces en Morón, mi’jito?, ¿cómo llegaste ahí?» Dijo: «¿Tú estás bien?». «Sí, no hay problemas —respondió Alberto—. Oye, estoy aquí con un amigo, y necesito que Sánchez prepare el camión. Sí… Dile que sus amigos están conmigo. Bien, nos vemos».
Al colgar, observó de nuevo la Avenida Tarafa. Los autos y los camiones se acercaban al crucero de la Terminal de Trenes. Daban la impresión de que pronto se amontonarían por el paso algo caótico y lento con que cruzaban la línea del ferrocarril. Hacía más de un año que no veía ese paisaje, una escena que lo llenaba de cierta nostalgia; aunque enseguida apartó la vista. La Operación Trasbordo había comenzado.
El niño Ávila
Morón no era un simple lugar en la vida de Alberto Delgado, el célebre agente que la Seguridad del Estado ubicó en Finca Masinicú. Las versiones más públicas de la historia señalan que su labor con la G-2 —como se conocía a la Seguridad— se inició en La Habana al infiltrarse en una red de colaboradores de bandidos. Sin embargo las evidencias recogidas entre antiguos compañeros y amigos apuntan que su vínculo con el trabajo secreto y en especial con Ciego de Ávila fue mucho más largo y profundo.
«Lo captamos para la Contrainteligencia Militar (CIM) mucho antes de la invasión de Playa Girón», aseguró Carlos Garcell Delgado, quien dirigió desde finales de 1959 hasta mediados de la década de 1960 el contraespionaje en el antiguo término municipal de Morón.
Semanas antes de fallecer en abril de 2010, Carlos Garcell reveló detalles del reclutamiento. La captación ocurrió durante una aparente visita de rutina al cuartel del poblado de Tamarindo, en el municipio avileño de Florencia, donde Alberto se encontraba.
Los dos se conocían, pues pertenecieron a la misma columna del Ejército Rebelde, la número 11 Cándido González, que operó en el norte de Ciego de Ávila. Por lo que para todo el mundo —incluso para el ayudante de Garcell— el diálogo tuvo los aires de un saludo de viejos conocidos.
De acuerdo con la versión del Niño Ávila —como los más íntimos llamaban a Garcell—, después del reclutamiento no tuvo mayores contactos para sus asuntos confidenciales con su amigo, salvo en tres ocasiones. La tercera fue cuando se enteró de su muerte. La primera, al recibir la indicación de que un grupo de expedientes de agentes de la CIM debían pasar a la Seguridad del Estado. El de Alberto era uno de ellos. En cambio, la segunda oportunidad fue la más impactante.
Ocurrió al filo del mediodía. Sintió unos toques en la puerta de su oficina y al abrir Alberto Delgado entró con apuro: «¿Y qué tú haces aquí?», exclamó el oficial cerrando la puerta. «Necesito un camión», le respondió. «¿Un qué?...». Alberto encogió los hombros. «Un camión, eso: cuatro ruedas, un chasis, una cabina y una cama: un camión». Entre el asombro y la risa, Garcell cruzó los brazos: «¿Para qué quieres un camión?».
Entonces oyó la noticia. En la zona de Trilladeras, entre los poblados de Majagua y Jatibonico, Alberto tenía oculta a la banda de Alfredo Amarantes Borges Rodríguez (Maro), uno de los principales cabecillas contrarrevolucionarios del Escambray.
Le dijo que como parte de un plan de la Seguridad debía sacar a los bandidos por la costa de Punta Alegre, al norte de Ciego de Ávila, para luego capturarlos en un barco cubano con apariencia de ser una nave de guerra de los Estados Unidos.
Sin embargo, todo se trastocó por la desconfianza de Maro Borges, que obligó a Alberto a marchar con ellos a campo traviesa desde su escondite hasta Trilladeras y no desde Finca Masinicú, como se previó al inicio. Ahora hacía falta un camión. Garcell miró a su amigo con resignación. Suspiró hondo y dijo: «Tú estás loco, Alberto Delgado».
Las sorpresas
Colgó y enseguida sintió los cielos abiertos. Pero solo fue un segundo. Enseguida las preocupaciones aparecieron en el cuerpo de Erasmo Hernández Santander mientras marcaba un número de teléfono, el de Luis Felipe Denis, el jefe del Buró de Lucha contra Bandas Armadas, de la Seguridad en Las Villas.
En 1964 Hernández era el responsable del sector F de la Seguridad del Estado, área que cubría la ciudad de Trinidad y Finca Masinicú. Cuando Alberto avisó que Maro Borges quería verlo, el alto mando del Ministerio del Interior supo que se había dado el primer paso de la Operación Trasbordo. Sin embargo, un contratiempo apareció enseguida.
«Alberto desapareció —contó Erasmo—. Por ninguna parte aparecía su rastro ni el de la banda de Maro Borges, y hasta pensamos que lo habían matado cuando sonó el teléfono y sentimos el tono jocoso de él. Fue una inquietud muy grande».
Para Morón se despachó un camión conducido por el combatiente Efraín Acosta Filgueira (Aguada). Sin embargo, Carlos Garcell no fue el único sorprendido en Morón. Porque al parecer Alberto Delgado intentó desarrollar su propia idea al verse solo, sin contacto con Erasmo Hernández ni con Longino Pérez Díaz —el oficial que lo atendía directamente en Trinidad— y con el peligro de que el plan se fuera abajo por el detalle más mínimo. Todo indica que su intención, en un primer momento, fue llevarse la banda de Maro Borges hacia la loma de Cunagua, en el actual municipio avileño de Bolivia.
«Vino a verme a mi casa y conversamos en el portal. Me dijo que tenía una banda en las afueras de Morón y que necesitaba un camión para mover a los bandidos a la loma de Cunagua», contó Gonzalo Santana Pérez (Macho), entonces oficial de la CIM y vecino de Alberto en el reparto de Bella Vista.
Macho Santana no concebía a Delgado inmerso en el trabajo secreto, debido a su carácter explosivo. Por lo que dio la indicación que le pareció más cuerda. Señaló los muros del cuartel con su puerta trasera, que se veía al cruzar la calle, e indicó: «Alberto, no te pongas bravo; pero vete a ver a Garcell».
El golpe que nunca llegó
Maro Borges envió a un hombre con Alberto Delgado. Por eso la osadía fue inmensa y más grande aún la suerte de no ser descubierto. Cómo el agente pudo desprenderse del acompañante en el hotel Perla del Norte e internarse en el cuartel a plena luz del día sin ser descubierto es algo que hoy pertenece al mundo de las especulaciones.
Aunque adentrarse en el recinto y moverse por el barrio de Bella Vista con encomiendas secretas no era algo nuevo para el Hombre de Masinicú. Lo hizo antes, a principios de 1961, cuando la Seguridad del Estado desarticuló en Morón uno de los planes grandes de la CIA en la actual provincia de Ciego de Ávila.
La idea era apoyar el ataque mercenario por Playa Girón con un levantamiento de bandas armadas, semejante al Escambray, pero en el antiguo territorio guerrillero de la lucha contra Batista del Frente Norte de Las Villas. El centro de los preparativos estaba en la ciudad avileña y los ejecutaba el Movimiento de Recuperación Revolucionaria (MRR), una organización compuesta por antiguos opositores a la dictadura y ahora molestos con las medidas sociales de la Revolución.
«El enemigo mostró un interés grande en captar hombres con experiencia de guerra —explica José Luis Rodríguez Serrano, uno de los oficiales que dirigió el trabajo de la Seguridad en Morón—. Por eso Alberto Delgado tuvo que ser de su interés, él pasarnos información y nosotros darle instrucciones de cómo penetrar y darle seguimiento a los contrarrrevolucionarios».
En verdad lo hizo. A Erasmo Hernández Santander, Alberto le confesó que cuando vivía en Morón un individuo lo tanteó para fines conspirativos contra la Revolución meses antes de Playa Girón. Los datos se pasaron al momento; pero el vínculo con la Seguridad fue mayor. Norman Gutiérrez Pereira, ex oficial de la G-2 en Morón, asegura que Alberto Delgado integró la red atendida por él y que siguió los pasos de integrantes del MRR por el extremo sur de la ciudad.
«Por Bella Vista —explica Norman— vivían varios contrarrevolucionarios y Alberto Delgado fue una de las personas que participó en el seguimiento de aquellos. Varias veces a la semana lo veía en un barcito que estaba próximo al monumento del Gallo de Morón. Allí trabajaba Joseíto, un amigo de él».
El seguimiento con el apoyo de la población fue tan grande, y el trabajo de infiltración llegó a ser tan profundo, que las armas robadas en diferentes cuarteles del país eran en verdad fusiles puestos al alcance de la mano de los conspiradores por agentes de la CIM y la G-2. Lo sorprendente del caso es que todo se hizo en apenas seis meses y cuando la Seguridad no tenía apenas un vehículo en qué moverse.
Todo lo hicieron con el apoyo del pueblo y con una red de vigilancia tan densa, que en los últimos días ningún sospechoso se movió sin saberse la hora y el minuto en que salió del lugar donde estaba. A finales de marzo de 1961 el plan de la CIA se desplomó cuando la casi totalidad de los miembros del MRR fueron hechos prisioneros.
Sin embargo, las detenciones fueron más allá. En los alrededores del poblado de La Vallita, en la provincia de Camagüey, se ocultaban dos agentes de la CIA. Eran los coordinadores del alzamiento, y pensaban tener los hilos bien seguros después de tantos días de trabajo cuando se vieron rodeados por un pelotón de soldados. No tuvieron tiempo a nada. Ni siquiera para destruir las claves secretas con las que se comunicaban llenos de ilusiones con los Estados Unidos.
La resignación
Alberto Delgado fue captado por la Seguridad del Estado en Morón el 1ro. de febrero de 1962. O al menos así consta en la planilla de incorporación, cuya fotocopia se encuentra en el Museo de Lucha Contra Bandidos (LCB) en Trinidad. Sin embargo, es muy probable que el verdadero reclutamiento y los preparativos para la infiltración se hubieran iniciado desde mucho antes.
Según los documentos del Museo de LCB, en 1961 Delgado era un militar en trámites de licenciamiento. Quizá la dolencia de ataques epilépticos fuera uno de los motivos importantes para la desmovilización. El caso es que por esa fecha debió viajar con frecuencia a La Habana y quedarse en casa de su hermana mayor. Así se inició la leyenda de Masinicú.
Onofre Vera Mesa fue testigo involuntario de ese comienzo. Vera es oriundo de Morón y vecino de cuando Alberto vivía en la casa No. 55 de la calle 3ra., en el Reparto Bella Vista. Luego se mudó a La Habana, y aún hoy recuerda bien el final de aquel paseo, cerca de la medianoche de un domingo, después que él y su esposa, Olaida López, terminaron de ver una película en el cine. Llegaron al vestíbulo del edificio y allí se encontraron con Alberto y su esposa, Tomasa del Pino. Se veían cansados, tenían rostro de tragedia y los maletines estaban en el piso.
«Me pidió un espacio para dormir, porque había discutido con su cuñado y no tenía donde quedarse en La Habana —contó Onofre—. El hombre le había sacado en cara que Alberto había arriesgado su vida por la Revolución y ahora no tenía nada. El enfrentamiento fue grande y ellos se fueron de la casa. Mi esposa y yo preparamos el cuarto de las niñas y allí se quedaron».
Algunos días después vio cómo Alberto llegaba con dos hombres, quienes saludaban con amabilidad y sin pronunciar mayores palabras se encerraban durante horas en el cuarto con su amigo. Así ocurrió en lo sucesivo, y siempre por las mañanas, cuando Onofre era la única persona que estaba en el apartamento.
Nunca le preguntó a Delgado quiénes eran ni qué hablaron, y solo conoció parte del secreto dos años después, cuando uno de ellos pidió su ayuda para proteger a Tomasa, después del asesinato de Alberto. Su nombre era Felipe García Casanova, lo llamaban Freddy y tenía un aspecto de paisano tranquilo. Sin embargo, contra toda apariencia, aquel visitante era el jefe del Buró de Lucha contra Bandas Armadas, de la Seguridad del Estado en La Habana.
Semanas más tarde, cuando las visitas ya se habían convertido en una discreta rutina, Alberto Delgado recogió sus pertenencias. «Me voy para casa de mi hermana», informó sin otros detalles. Aunque había más. El cuñado era dueño de un puesto de fritas en Marianao. Cuando lo vio aparecer se mantuvo a la expectativa. Alberto se detuvo en medio del humo que salía de los calderos hirviendo. El olor de las especias inundaba el aire junto con el ruido de los autos en la calzada.
Delgado apretó los labios en un gesto de resignación. «Es verdad —dijo—. Tú tienes razón, esto no sirve y yo me la jugué por gusto». El cuñado sonrió triunfante, y nadie lo imaginó en ese justo segundo. Había comenzado la leyenda de Masinicú.
(*) El nombre real es Masinicú, el cual en la vida real nunca ostentó la «i» intermedia usada por razones poéticas en la película del director Manuel Pérez.
El hombre de Maisinicú
(Silvio Rodríguez)
El hombre llena una copa ancha,
aunque no cabe el peso de su extraña gracia,
y brinda por la muerte de su abril.
Después se sube a un sitio inexpugnable
y canta un canto que suena agradable,
mientras por dentro vuelve a maldecir.
El hombre niega de su rica tierra,
es su propio enemigo en esta nueva guerra:
el hombre vio su rostro sucumbir.
Que se abra bien la casa de la historia,
que se revise el trono de la gloria
porque un hombre sin rostro va a morir.
¡Oh, qué sensación,
no tener rostro y contemplar el mundo
con ojos tan profundos
como con ojos de guardián del sol!
¡Oh, qué sensación,
no tener rostro al enfrentar la muerte,
correr la doble suerte
de rastreadores y de perseguidos,
teniendo tanto de estrella, escondido!
Cuánto millón de rostros no tendrá
el que nos regaló la claridad.