El pintor Diego Rivera encabeza en México la manifestación en repudio por el asesinato de Mella. Un cable de la agencia AP difundido por el Diario de la Marina, informaba a los cubanos el 11 de enero de 1929 acerca del crimen consumado. Se decía que Mella había sido agredido la noche anterior por un sujeto no identificado, cuando salía de una reunión en compañía de una mujer. Fueron dos las balas que segaron la vida del líder antiimperialista: una que penetró el vientre, atravesó la cavidad abdominal y salió por la espalda, y otra que entró por el codo y le destrozó el húmero.
Momentos antes de perder el conocimiento, gritó a dos transeúntes que presenciaron el hecho: «Machado me mandó a matar...»; y volviéndose a su acompañante, la joven italiana Tina Modotti, le confesó: «Muero por la Revolución... Tina, me muero». Fueron sus últimas palabras.
A las tres de la madrugada trasladaron el cadáver a la sala de autopsias del Hospital Juárez, en la capital mexicana. Minutos antes Tina le tomó una foto y encargó a uno de los más importantes escultores mexicanos la confección de una mascarilla mortuoria.
Desde la llegada de Mella a ese país, en 1926, se convirtió en núcleo de todos los exiliados políticos, trabajadores y estudiantes perseguidos por el régimen de Gerardo Machado.
El aparato represivo del «Mussolini tropical», encargó al mismo embajador en México, Guillermo Fernández Mascaró, la preparación del plan de atentado contra el revolucionario cubano, pero de talla continental.
Con la ayuda del esbirro José Magriñat —quien visitó el Palacio Presidencial antes de marcharse de Cuba—, y de otros hombres, Mascaró organizó el complot. Después delegó la tarea en un subordinado, espía machadista y de la Policía Judicial y Secreta, y regresó a La Habana.
Aquel 11 de enero se congregaron en El Zócalo cerca de 1 500 personas, miembros de todas las organizaciones antiimperialistas. El pintor Diego Rivera, al frente de la manifestación, acusó al gobierno cubano del asesinato auspiciado por la administración yanqui, en su desenfreno por acallar voces como la de Julio Antonio Mella.
En La Habana y otras ciudades se tomaron medidas extremas de seguridad. El Partido Comunista burló la represión y se reunió en el local de los Torcedores capitalinos para rendirle tributo al mártir.
En el manifiesto del Partido, Rubén Martínez Villena declaraba: «El asesinato, alevoso, premeditado largamente en Palacio, marca la fase sangrienta de una nueva etapa de terror blanco...».
El joven de solo 25 años, íntegro y talentoso, pidió que lo recordaran como vivió: luchando. Años más tarde su compañero de luchas Leonardo Fernández Sánchez aseguró que a Mella había que juzgarlo no por lo que hizo —que es suficiente—, sino por lo que pudo haber hecho y no le permitieron hacer.
Tenía razón. Mella llevó siempre como estandarte una frase que él mismo dijera alguna vez: «Vencer o servir de trinchera a los demás: Hasta después de muertos somos útiles».