Lecturas
En estos días, en ocasión del centenario de la ratificación del Tratado Hay-Quesada, que reconoció la soberanía cubana sobre Isla de Pinos, ha «sonado» el nombre del olvidado Cosme de la Torriente y Peraza, primer embajador de Cuba ante el Gobierno de Washington. El historiador cardenense Ernesto Aramis Álvarez Blanco escribió una biografía de este cubano ilustre que no ha circulado en la Isla. El propio Torriente legó sus memorias en Cuarenta años de mi vida, libro hoy prácticamente inencontrable que el escribidor tiene la fortuna de poseer.
El Tratado había sido firmado, el 2 de marzo de 1904 por John Hay, secretario de Estado norteamericano, y Gonzalo de Quesada, ministro plenipotenciario de Cuba en Washington, y en el propio año sería aprobado por el Senado de la República, no así por el de EE. UU., que tardaría más de 20 años en hacerlo.
Torriente había presentado sus cartas credenciales el 13 de diciembre de 1923 y, según dice en su libro Mi misión en Washington, se propuso un plan de acción, colegiado de antemano con el presidente Alfredo Zayas, que lo llevaría a tratar de mejorar en lo posible las relaciones; lo cual incluía la aprobación por el Senado de esa nación del Tratado Hay-Quesada y su ratificación por parte del Presidente y, por último —escribe en su libro—, a «utilizar toda clase de medios para que el pueblo americano se diera cuenta de que era mi firmísima creencia, como la del Presidente (Zayas) y gran parte de nuestro pueblo de que la Enmienda Platt en realidad constituía una violación de la Resolución Conjunta del 20 de abril de 1898, que ordenó al Gobierno Federal hacer la guerra a España si no abandonaba la Isla, ya que su pueblo era y de derecho debía ser libre e independiente».
Con la ratificación del Tratado, la Enmienda Platt, aunque aún demoraría ocho años en ser derogada, quedaba así herida de muerte. Un diplomático belga, también acreditado en Washington, al felicitar al cubano por su triunfo, le dijo: «Esta es la primera vez que veo arrancar una pluma al águila».
«Cosme era conservador y de los decididos. Su conservadurismo era debido a la convicción que tenía de la necesidad de las clases en una sociedad ordenada. Enrique Villuendas y yo discutíamos con él y a los dos nos impresionaba el hecho de que pudiera existir lo que un día llamé un Marx al revés», escribe Orestes Ferrara en sus memorias en las que no deja de reprochar las aspiraciones presidenciales del vecino de Malecón esquina a Perseverancia, con bufete en Mercaderes 26, desde donde fungió como apoderado de próvidos negocios nacionales y extranjeros, lo cual le permitió allegar una fortuna considerable.
Don Cosme, como se le llamaba habitualmente, nació en Jovellanos, Matanzas, en 1872. Falleció en 1956, en La Habana. En la Guerra de Independencia, en la que sirvió a las órdenes de Máximo Gómez y Calixto García, de quien fue ayudante y secretario, alcanzó el grado de coronel. Tuvo, en plena contienda, una activa participación en la confección de la Constitución de La Yaya y, con Calixto, estuvo en la delegación que solicitó en Washington el reconocimiento de la Asamblea de Representantes de la Revolución Cubana y el préstamo para liquidar los haberes del Ejército Libertador.
Fue senador de la República, representante de Cuba en España y Secretario de Estado, y fue presidente y presidente de honor de la Liga de las Naciones, antecesora de Naciones Unidas. Junto con el general Mario Menocal y Enrique José Varona fundó el Partido Conservador y años después, con Carlos Mendieta, la Unión Nacionalista con la que se opuso a Machado. En los días finales de esa dictadura tuvo una participación significativa en la gestión mediacionista del embajador norteamericano Benjamín Sumner Welles.
Como presidente de la Sociedad de Amigos de la República (SAR) se opuso a Batista y, con el objetivo de convencerlo de que renunciara, sostuvo dos entrevistas con el dictador que dieron paso al llamado Diálogo Cívico, que en 1956, en busca de una solución nacional, sentó frente a frente, aunque sin éxito, a representantes del Gobierno y de la oposición, aquella oposición «atomizada y pedigüeña», como en su momento la definió Fidel Castro.
En la primera de aquellas entrevistas, Torriente decidió acceder al Palacio Presidencial por el área de la mayordomía. Uno de los custodios, con todo respeto, le cerró el paso.
—Soy el coronel De la Torriente y el general Batista me espera.
—Lo sabemos, coronel. Pero todo está preparado para recibirlo en la puerta principal. Allí lo esperan—, ripostó el custodio.
—Lo siento. Entraré por aquí… Siempre que vine a Palacio entré por la puerta de servicio.
Torriente, que fue, como ya se dijo, el primer embajador cubano en Washington (hasta entonces las relaciones entre ambos países transcurrían a nivel de legaciones), sostuvo una entrevista con el presidente Calvin Coolidge para abundar en el tema de la Isla de Pinos. Poco antes, el mandatario norteamericano, a quien apodaban Call el Callado, se había manifestado en favor de que ese territorio siguiera en poder de los norteamericanos y un grupo de mujeres se habían pronunciado con igual sentido en el Senado, pedido que ellas avalaron con miles de firmas.
Decía al respecto el historiador Álvarez Blanco en la entrevista que el 23 de agosto de 2015 concedió a Juventud Rebelde:
«El Embajador encaró el asunto y habló largo rato con Coolidge de los derechos que asistían a Cuba sobre la Isla de Pinos, razonándolos con él uno por uno… recibió solo unas escasas frases corteses y el ofrecimiento de estudiar el asunto… El Embajador volvió a reunirse con el Presidente, quien pronunció solo tres palabras: “You are right”. O sea: “Tiene razón…”.
«A partir de ese momento se libró por Torriente y sus colaboradores una larga batalla para conseguir que los senadores norteamericanos se interesaran en el estudio de las razones que les permitían estimar como válido el derecho de Cuba a reclamar la devolución de la Isla de Pinos al territorio nacional y, por tanto, prestaran su apoyo al Tratado Hay-Quesada» añadía el biógrafo de Torriente.
Finalmente, el 13 de marzo de 1925, se lograba, por mayoría, la aprobación del Senado. «Día de gloria para Cuba», escribía Emilio Roig. Y el propio Embajador dirigía un cable al presidente Alfredo Zayas: «Canjeadas a las cuatro de la tarde de hoy… las ratificaciones del Tratado sobre la Isla de Pinos. A usted le cabe la gloria que nadie podrá disputarle de haber logrado durante su Gobierno ver reintegrado de derecho al territorio nacional una parte del mismo, lo que por cerca de 22 años nadie había obtenido. Le expreso de nuevo mi profunda gratitud por haberme encargado de representar aquí como embajador nuestra República y de que llevara a cabo las negociaciones necesarias…».
En el propio cablegrama, don Cosme pedía a Zayas que aceptara su renuncia «para volver a ocuparme de mis asuntos propios».
Fue indescriptible, por supuesto, la alegría del pueblo cubano ante la ratificación del Tratado. El Consejo de Secretarios (Ministros) extremó el guatacazo y acordó convocar una manifestación en agradecimiento a EE. UU.
Julio Antonio Mella, en nombre del comité antimperialista de la Universidad de La Habana, llamó a «estudiantes y hombres libres» a no asistir al bochornoso acto de servilismo, porque darle a Cuba la Isla de la Pinos era un acto natural, ya que ese territorio siempre había sido cubano. Se acordó interferir el desfile y los choques menudearon a lo largo de la ruta. Mella fue arrestado. Dejado en libertad, trepó en la estatua de Zayas, erigida poco antes en un terreno contiguo al Palacio Presidencial, e increpó duramente al Gobierno. La Policía lo golpeó con saña. Días después regresaron los estudiantes al monumento y Mella enlazó la estatua con una soga, y cuando ya esta comenzó a dar señales de estremecimiento, llegó la Policía dando palos y Mella, con la cabeza rota, fue arrestado otra vez para ser acusado de sedición. Pero esa es otra historia.