Lecturas
A los habaneros se les hace muy familiar el nombre de Alcoy. Así se denomina el puente que, al unir la Calzada de Luyanó con la de Güines, enlaza los municipios de Diez de Octubre y San Miguel del Padrón. Se inauguró en 1851 y fue, hasta mediados de la década de 1940, cuando se construyó el Paso Superior, la única salida hacia el este que tuvo La Habana.
Conocer su historia y saber a quién debe su nombre es el propósito de esta página. Solo anticiparemos que Federico Roncali, conde de Alcoy, sufrió un serio disgusto al asumir el mando de la Isla cuando encontró que su antecesor, Leopoldo O’Donnell, conde de Lucena, se había llevado hasta los clavos del Palacio de los Capitanes Generales, dejándolo a él y a su esposa sin cama y hasta sin bacinilla para las deposiciones nocturnas. No en balde don Leopoldo era apodado el Leopardo de Lucena.
La construcción de un puente sobre el río Luyanó, una necesidad de la ciudad, fue un viejo empeño de los habaneros. El que se construyó en 1720 sustituyó al ya existente y debió ser remplazado 20 años después por otro, que se mantuvo en servicio durante un siglo, cuando su estado deplorable aconsejó la construcción de uno nuevo.
Fue así que la Junta de Fomento encargó al eminente ingeniero Francisco de Albear y Fernández de Lara —el mismo del acueducto que lleva su nombre— la construcción del que dura hasta hoy, de sillería y con tres arcos sobre el río. Fue una inversión de 115 444 pesos. Su construcción comenzó el 27 de mayo de 1849, cuando se colocó la primera piedra, y concluyó el 5 de octubre de 1851, cuando se inauguró con toda la pompa que merecía el acontecimiento. Aunque ya el conde de Alcoy había cesado en el Gobierno de la Isla, la administración colonial quiso darle su nombre. Un guatacazo tardío, pero insuperable.
Por ser la única salida, y con solo dos carriles, los tranques eran allí vigueta. En los años 40 del siglo pasado, el incremento del tráfico y la falta de mantenimiento comenzaron a preocupar a la opinión pública. En 1942, el historiador Emilio Portell Vilá, en el artículo titulado «La Habana, ciudad indefensa», publicado en Bohemia, llamaba la atención sobre el asunto y advertía del riesgo de incomunicación que padecía la ciudad. Apenas un año después, el escritor y embajador Antonio Iraizoz, desde las páginas de la revista Arquitectura, salía a la palestra con el mismo tema y aludía a las graves consecuencias que la inutilización del puente traería para la comunicación y la economía. Decía el autor de La vida amorosa de José Martí y Estudio científico del carácter cubano, entre otras muchas obras:
«Todos los días al cruzarlo nos pica un festivo y trágico pensamiento: ¿se derrumbará cuando estemos pasándolo? Y si se cae cualquier día, ¿cómo nos la arreglaremos cuantos dependemos de esa gran arteria que se llama Carretera Central? Los empleados que viven en Guanabacoa y en Regla tendrán que volver a coger el botecito y surcar la bahía. Pero qué trastorno tan grande para miles de viajeros de las rutas al interior, para el transporte de carga que sale de La Habana hacia la mayor parte del territorio nacional y para el transporte de los frutos que abastecen los mercados habaneros. La crisis más grave se provocaría en el aspecto del café con leche. El 90 por ciento de la leche y el 90 por ciento del café que
consumen los habaneros, pasan por el Puente de Alcoy».
A Iraizoz lo agobiaba una preocupación personal por el puente: tenía residencia en Santa María del Rosario y se le hacía ineludible. La situación se solucionó con la construcción del Paso Superior como parte del Plan de Obras Públicas que se acometió entre 1944 y 1948. En 1950, por otra parte, se añadieron dos carriles al Puente Alcoy, uno en cada dirección.
Federico Roncali y Ceruti, conde de Alcoy, tenía como militar una hoja de servicio bien modesta, pero con solo 42 años era ya teniente general, grado que alcanzó de la mano, se dice, de su protector, Baldomero Espartero.
Nació en Cádiz, el 30 de marzo de 1800. Fue capitán general de Valencia, y el 28 de marzo de 1848 tomó posesión como capitán general y gobernador de la Isla de Cuba. Una fecha en la que, debido a la falta de esclavos, habían entrado ya indios yucatecos y peones chinos que venían en condición de contratados, pero en la práctica eran tan explotados como los negros africanos.
Con Roncali cobró auge la entrada de culíes chinos, y tuvo lugar, a partir de 1848, la guerra arancelaria declarada por España a los Estados Unidos. Madrid quiso eliminar la competencia de la harina norteamericana que se introducía en el mercado cubano. Para ello le fijó impuestos que la hacían más cara que la harina española. En represalia, Washington ripostó con impuestos aduanales al café de Cuba y aseguró, al mismo tiempo, la producción brasileña, lo que hizo sucumbir la industria cafetalera nacional.
Esa guerra hizo que muchos hacendados cubanos pensaran en la oportunidad de la anexión de la Isla a Estados Unidos. Los libraría de ese tipo de represalias y abriría a los productos cubanos la puerta del mercado estadounidense. No se pierda de vista que es la época de la anexión de Texas (1845) y del inicio, en 1846, de la guerra contra México, con la que Estados Unidos se engulló la mitad del territorio mexicano.
Es con Roncali que, entre otras obras, se acomete la construcción, en el extremo occidental de la Isla, del faro que lleva el nombre del gobernante, de gran importancia para la navegación y el más antiguo monumento arquitectónico de toda la parte oeste del territorio nacional.
Federico Roncali y Ceruti, conde de Alcoy, cesó su mando en Cuba el 13 de noviembre de 1850. A su regreso a España fue presidente del Consejo de Ministros y ministro de Estado. Murió en Madrid en 1857.
No nos detendremos en los motivos de la enemistad entre los condes de Lucena y de Alcoy. El hecho cierto es que O’Donnell trató a Roncali, su sucesor en el gobierno de la Isla, con evidente desprecio. No cambió con él ni media docena de palabras durante la ceremonia de transmisión de poderes y, una vez terminada esta, se volvió a la Quinta de los Molinos, en la que había hecho ampliaciones y reformas para convertirla en una mansión digna del primer funcionario de la colonia. Y no solo eso. Había sacado del Palacio de los Capitanes Generales, para instalarlo en los Molinos, todo aquello que podía serle útil.
Cuando la condesa de Alcoy recorrió el palacio, advirtió que, salvo el Salón del Trono y las dos piezas principales, el resto de las dependencias daba la impresión de haber sufrido los efectos de una mudada. Faltaba no solo aquello que podía representar comodidad o lujo, sino lo más indispensable. Y cuando preguntaba, recibía una respuesta invariable: Señora, se lo llevaron para la Quinta de los Molinos. Tal parecía que el conde de Lucena había dejado para el final de la ceremonia el propinar al conde de Alcoy la mayor mortificación posible. El tiempo pasaba y había que moverse rápido a fin de evitar que el capitán general y su señora pasaran la noche en los butacones del Salón del Trono.
Por suerte para ellos, se hallaba en el palacio de la Plaza de Armas don Pancho Marty y Torrens, un catalán que había llegado a Cuba pobre como una rata, pero que a esas alturas acumulaba un capital cuantioso, gracias al comercio de esclavos y el trabajo de presos, que aprovechaba en su favor, y al usufructo del monopolio del pecado en La Habana. Era, por otra parte, el propietario del Teatro Tacón y hombre con libre acceso al entorno de los Capitanes Generales, figura de gran valimiento y representación en las altas esferas coloniales. A uno de los gobernadores que rechazó su familiaridad afectuosa, don Pancho le recordó sin ambages que él también recibía trato de excelentísimo y portaba la más alta condecoración de la corona española.
A don Pancho debieron acudir los condes de Alcoy para amueblar lo antes posible el Palacio. El catalán se pintaba para servir y gustaba de hacerse el necesario, y lo era. Mientras la Condesa echaba chispas de puro enojo, don Pancho sonreía, distendido.
—Cosas de don Leopoldo, señora. No hay que inquietarse… Todo se arreglará.
Y se arregló, en efecto. Lo que no pudo arreglarse fue el escandalo monumental que se armó cuando el periódico La Verdad, realizado por cubanos radicados en Nueva York, publicara, urbi et orbi, que el Conde de Lucena no había dejado ni los clavos en el Palacio de los Capitanes Generales.